Por Melchor López
“Ven. Debes poseerme. Te necesito porque tengo que cubrir la cuota. O el ‘señor’ se enojará. Y, además, no me dará nada y no tendré ni un quinto que llevar a mi casa para comer y pagar la renta”. Lo anterior lo escuché sobre la calle adoquinada que da directo al patio central de la plaza del palacio municipal, en Tapachula, Chiapas. Con el sol que arde y que provoca la caída de sudor en personas con acento africano o de las Antillas.
A unos metros, se oye la perorata de un predicador que implora con enjundia. Me acerco. El predicador es ciego. Cercanos a él, los que parecen feligreses, ni lo pelan, a pesar de su potente bocina con batería externa y micrófono.
A unos metros una muchacha espera; no dice nada… solo espera. Unos pasos adelante, hay miradas pesadas: la de militares que tranquilamente hacen guardia. Se concentran en el adoquín de la plaza central donde varios chamacos andan a sus anchas en juegos acrobáticos.
Los vigilantes tienen sus armas listas para el ataque; otros, regresan del rondín. Todo está bajo control. Me acerco a uno de ellos. Logro charlar con él sobre los migrantes. Otro pone su mirada retadora. Y suelta una respuesta: “Es gente de Camerún. Ellos tienen los documentos en regla y si tú tienes los documentos en regla, o tienes permiso, pues ya no te podemos decir nada. A los migrantes ilegales los invitamos, o los llevamos a Migración, y de allí se repatrían”.
De ellos, de los legalizados, hay cientos en la plaza. Caminan de aquí para allá. Unos con mochilas; otros, como en un paseo. Cruzan el patio tranquilamente. La mayoría la integran familias completas. A unos treinta pasos un elemento de la Guardia Nacional observa.
En Tapachula, vimos historias desgarradoras y rostros de ansiedad y desesperación, de pavor y de fe para cumplir el deseo de estar en Estados Unidos. Muchos mencionaron a La Mara como sinónimo de muerte, atraco, soborno, amenaza y poder para destazar. Para varios, la caravana que pasó por Guatemala para arribar a México, fue un alivio. Pero no para Joel, hondureño que dejó en su país, con miedo, a sus hijos.
Joel, catracho, como se les conoce a los hondureños, fue sometido en el suelo, boca abajo, con el pie por parte de los delincuentes. Entonces su rostro y su mirada se cayeron; la vista se fue al piso porque la imagen de la muerte sustituyó todo su ser; después se hizo un silencio lapidario.
Él recuerda la ternura de su hija; también de cómo lo amenazaron para que se integrara a las pandillas y aprendiera a matar. La misma sensación de desolación la tuvo cuando la gente de la migra le agarró para decirle que se subiera a la camioneta. Y, entonces, la carreta de ideas y sentimientos se sintetizó en una palabra: deportación.
Joel pensó: “No puedo regresar a mi país. Si regreso y si me ven las pandillas, me van a matar”. Hoy después de estar más de veinte días encerrado en la migra ha logrado salir con un salvoconducto y espera el permiso de poder estar en cualquier parte de México.
Al migrante le persigue, entre otras cuestiones, la violencia de parte del crimen organizado, o de las mismas autoridades, como es el caso de los nicaragüenses; a ellos les imponen condiciones sociopolíticas y de persecución casi-policiaca. Lo anterior lo dijo uno de los periodistas en un foro de migración en la Ciudad de México.
Los migrantes de Nicaragua, que he escuchado en Chiapas, son de la migración forzada y transitan cerca de la desaparición por cuestiones políticas. E impacta en el migrante porque él tiene condiciones de vida y sobrevivencia sin derechos humanos de su país y que arrastra en su trayecto.
Un joven de 22 años, de Honduras, tiene esposa e hija recién nacida en su país de origen. Él charla con nosotros, en la puerta donde le van a extender los documentos necesarios para que en su estancia en Tapachula no sea sujeto de violencia institucional.
Para tener los documentos a los que se hace alusión tuvo que esperar en las instalaciones del centro migratorio del gobierno federal. Mientras se regulariza su situación nos dice que tiene incertidumbre por no tener nada; sólo la esperanza de lograr su objetivo: su estancia en México y llegar a la ciudad de Monterrey, Nuevo León, para trabajar de mecánico automotriz con uno de sus familiares que le ha ofrecido ese apoyo, y vivienda.
Él tiene huecos emocionales: recuerda con cariño y nostalgia a su esposa y a su hija. Agrega que su gobierno no respondió como Estado para brindarle seguridad. Ahora la estafeta de la responsabilidad queda en el Estado mexicano. Y por el momento el gobierno mexicano es quien ha brindado dicho apoyo, pero con las carencias y las violencias de encierro y de alimentaciones paupérrimas como lo relatan varios migrantes. Mientras, cientos de ellos, se concentran en espera de los apoyos jurídicos y de documentación para seguir su trayecto a ciudades como Monterrey, Puebla o Ciudad de México y, desde luego, a Estados Unidos.