Por Ramón I. Centeno
Fuentes: https://rebelion.org
El país que conocemos como México surgió hace dos siglos y Andrés Manuel López Obrador es su político más carismático desde 1940, cuando Lázaro Cárdenas dejó el poder.
No puede entenderse la actual ecuación política mexicana sin tomar en cuenta este hecho. La mayoría de votantes confía en López Obrador. Muchos de ellos no son sus fanáticos o simpatizantes, pero votarían por él o lo que representa antes que volver a hacerlo por el PRI o el PAN. Es lo que vimos en 2018 y también este año.
Claudia Sheinbaum encabezará un segundo capítulo de una nueva época que López Obrador inauguró y contará con más poder del que él tuvo. Para percibir el impulso de lo que viene hay que comprender su inercia. En el sexenio que termina se consolidó un centrismo militarista cuyos rasgos principales son una nueva hegemonía nacionalista, la revisión parcial del neoliberalismo y un retroceso democrático.
El común denominador de estos cambios es, pese a todo, la moderación. No es el regreso del nacionalismo antiimperialista, la extirpación del neoliberalismo ni la liquidación del régimen democrático. Son desplazamientos relativos. No por nada el proyecto obradorista se autodenomina “transformación”, no «revolución» como dictaba el vocabulario de cualquier proyecto que se preciara de ser novedoso durante el siglo pasado.
El ascenso de Morena no tiene precedentes en la breve historia de la democracia mexicana. Su éxito proviene de su agenda progresista, un centrismo moderado cuya ruptura en política económica consistió en aumentar el salario mínimo. Para consolidarse en el poder, López Obrador fortaleció las Fuerzas Armadas y debilitó los órganos democráticos.
El espectro político mexicano se simplificó en las últimas décadas: desde que desapareció la izquierda el rumbo del país se disputa entre el centro y la derecha. El centro a veces incursiona en la centroizquierda y la derecha a veces se acerca al centro. En 2018, la derecha perdió el poder. El mérito de López Obrador fue ser el único dirigente político dentro del sistema de partidos constante en la crítica hacia la desigualdad del país.
Luego de décadas de política económica con énfasis en las prioridades de los ricos (locales y extranjeros), la derecha fue allanando el paso al centrismo. El lenguaje nacionalista del viejo régimen volvió al poder y ya conquistó dos sexenios consecutivos de «carro completo»: el partido que ganó la Presidencia tiene además la mayoría en el Legislativo. Tal vez no hay una forma más mexicana de la hegemonía que esa.
Sheinbaum obtuvo 59.75 % de los votos, casi 6 millones más que López Obrador. Además, logró aumentar la presencia de la coalición gobernante en el Congreso de la Unión. En 2018, Morena y sus aliados ganaron el 64.6% de los diputados, asegurando la mayoría calificada (2/3 partes) en la Cámara Baja necesaria para modificar la Constitución. En 2024 repitieron la hazaña, pero ahora con el 72.8% de los representantes. En el Senado se quedaron muy cerca de los dos tercios, pero eso no le impedirá, como no se lo impidió en el sexenio anterior, modificar leyes o hacer reformas forzando a una débil oposición o negociando con ella. De 2018 a 2024, la coalición gobernante elevó su dominio en la Cámara Alta del 58.6 al 64.8% de representantes. Su poderío subnacional también es avasallador. De 2018 a 2024, los gobiernos estatales ganados por Morena aumentaron de cuatro a veintitrés. La última vez que el partido de un presidente entrante tuvo más gobiernos estatales fue en 1994, cuando el PRI gobernaba veintiocho, en pleno éxtasis neoliberal y antes de la democratización.
Sheinbaum encabezará la Presidencia mexicana más poderosa vista en democracia. Más que la de López Obrador, a menos que él se preserve como jefe de facto del partido gobernante. ¿Cómo funcionará Morena durante el nuevo sexenio? Democracia interna nunca ha tenido. ¿Habrá por lo menos rotación de élites? ¿O será patrimonio de una persona? Y en ese caso, ¿de quién?
A juzgar por el actual sistema de partidos, la perspectiva es monocrática. De los seis partidos con registro federal, tres son desde su creación patrimonio de una persona o familia (PVEM, PT y MC). El PRI (o lo que queda) se acerca a este rumbo, pues luego de la última elección reformó sus estatutos para que su actual presidente lo sea por ocho años más. El PAN, que alguna vez tuvo democracia interna, conserva una tradición rotativa. El PRD perdió su registro. En Morena, el partido de más reciente creación, el escenario menos realista es su democratización.
En 2002, doce años después de que Margaret Thatcher dejó el poder, le preguntaron cuál fue su principal logro. Respondió: “Tony Blair y el Nuevo Laborismo. Forzamos a nuestros oponentes a cambiar de ideas”. Lo mismo puede decirse de López Obrador, el legado más inesperado de Carlos Salinas de Gortari. Cuando por fin llegó a la Presidencia el político más crítico del neoliberalismo, fue para conducirlo mas no para desmontarlo. Algunos ejemplos obvios: el Tratado México-Estados Unidos-Canadá (T-MEC), continuación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN); programas sociales de transferencias monetarias, que inició Zedillo; el Tren Maya y el Interoceánico sintonizan con el Plan Puebla Panamá de Fox; la Guardia Nacional es un refrito (militarizado) de la Policía Federal; la “austeridad republicana” no es más que disciplina fiscal.
Tony Blair admitía que Thatcher había sido “inmensamente amable y generosa conmigo cuando yo fui Primer Ministro”. En México hay un obstáculo crucial para una relación tersa entre los fundadores del neoliberalismo y quienes ahora lo perfeccionan: el nacionalismo. Cabe recordar que en el cambio de estafeta de Thatcher a Blair, y desde entonces en toda alternancia política en el Reino Unido, las diferencias han estado en el “cómo” no en el “qué”. En el fondo hay un consenso neoliberal entre los partidos Conservador y Laborista que incluye la identidad nacional.
En contraste, la élite mexicana desde hace tiempo desea ser estadunidense. Sean de San Pedro Garza García o de la alcaldía Benito Juárez, sus corazones (e inversiones inmobiliarias) están en San Antonio o Nueva York. Carlos Salinas apostó por despachar la mexicanidad en favor de una identidad supranacional, norteamericana. Esa fue la dirección subyacente del TLCAN, más allá del comercio, como bien apuntó John N. Negroponte, entonces embajador de Estados Unidos en México, en una carta a sus superiores en Washington, D. C.:
“[México] ha pasado de una perspectiva ideológica, nacionalista y proteccionista a una pragmática… Desde una perspectiva de política exterior, un tratado de libre comercio institucionalizaría una orientación norteamericana de las relaciones exteriores de México”.1
El TLCAN echó raíces y López Obrador refrendó con el T-MEC la dependencia hacia Estados Unidos. En 2024, el 83 % de las exportaciones mexicanas van al norte de la frontera, igual que en 1994. López Obrador hizo las paces con la integración voluntaria y total de México a la economía estadunidense, pero revivió la vieja retórica nacionalista.
Los años del lenguaje de la globalización deben entenderse como una singularidad. La regla en este país desde que se separó de España (tal vez su carácter constitutivo), es una identidad nacional opuesta al imperialismo, alérgica a cualquier subordinación y dependencia. La élite criolla —hoy llamada whitexican— educada en escuelas privadas ha pasado por alto la fuerza de esa identidad reforzada a diario y desde hace mucho en las escuelas públicas. López Obrador es el libro de texto gratuito de Historia en persona.
López Obrador no cambió la subordinación de Palacio Nacional ante la Casa Blanca; de hecho, la profundizó poniendo a las Fuerzas Armadas a hacer el trabajo de la Border Patrol por demanda de Trump. Estamos frente a un nacionalismo sin mayores consecuencias en política exterior, equivalente al folclor del 5 de mayo en Estados Unidos. La prueba de fuego es el genocidio en Gaza; el gobierno mexicano no alteró un milímetro su relación con Israel.
Pero los símbolos y el discurso promovidos por López Obrador otorgan un aire de normalidad, de que «todo está bien». Y eso último, en política interna, ha sido clave en el éxito electoral. No es casualidad que en el mundo el neoliberalismo cosmopolita está en retroceso y su principal desafío son los nacionalismos resurgentes.
Como señaló hace décadas Benedict Anderson, el nacionalismo es un producto típico de la modernidad que llena el vacío existencial abierto tras el colapso de instituciones anteriores y milenarias como la Iglesia o las viejas familias reales, que aportaban sentido de vida a las personas. En ausencia de viejos referentes, la certeza (o la imaginación, diría Anderson) de que estamos en el mismo barco, la misma «nación», y vamos hacia el mismo rumbo agrega un propósito y cierta tranquilidad. El mercado, las privatizaciones, los bancos y el libre comercio son incapaces de una proeza equivalente.
En suma, transitamos de la neoliberalización de México a la mexicanización del neoliberalismo. López Obrador podrá renegar de Carlos Salinas por «antimexicano», pero Salinas podrá congratularse de la neoliberalización de su némesis. No es el fin de un modelo, es su reajuste en una nueva etapa.
Las verdaderas diferencias materiales con el pasado son dos: el aumento del salario mínimo y una mayor militarización. El primero sí es un desplazamiento a la izquierda del neoliberalismo, pero el segundo lo es a la derecha de la democratización.
La reforma económica que vivió buena parte del mundo a partir de los ochenta consistió en la desregulación, la privatización y la liberalización. En México se flexibilizó la regulación laboral, agrícola, de aguas nacionales, etcétera. Se privatizaron carreteras, telefonía, banca, siderurgia, ferrocarriles, entre otros. Vino la liberalización financiera y del comercio exterior, blindándolo para la posteridad con el TLCAN.
Con López Obrador, los pilares de la privatización y liberalización se mantuvieron intactos. Sólo la desregulación se revisó en un aspecto: el salario mínimo. Con frecuencia se menciona a los sindicatos, pero fueron irrelevantes. Es verdad que se impulsaron diversos cambios en el papel para cumplir lo prometido a Estados Unidos; un ejemplo es el Anexo 23-A del T-MEC, dedicado a la “representación de los trabajadores en la negociación colectiva en México”. Sin embargo, entre 2018 y 2024, el porcentaje de trabajadores sindicalizados apenas pasó de 12 % a 12.8 %.
En política salarial sí hubo un cambio perceptible. El salario medio mexicano creció 11.2 % entre 2018 y 2022. Sucedió por un aumento al salario mínimo con el objetivo oficial de “alcanzar, al final de la actual administración, el nivel de 1976”, cuando el salario mínimo en todo el país era de $389.17 pesos (equivalencia de hoy).2 No se cumplió el objetivo. En 2024, final del sexenio, el salario mínimo nacional es de $248.93 pesos diarios, y en la frontera norte es de $374.89 pesos. Si consideramos su largo eclipse, la actual recuperación es notable y lo devuelve a niveles de los años ochenta.
El obradorismo ha demostrado en la práctica que el neoliberalismo mexicano podía funcionar con salarios más altos de los que se decía. Más de un secretario de Hacienda previno una y otra vez contra los aumentos salariales a lo largo de las últimas décadas, agitando el fantasma de la inflación. El crecimiento salarial de este sexenio no trajo ningún apocalipsis. Tampoco trajo el paraíso, pero sí rompió un dogma.
Un examen más amplio de la desregulación pudo ser una re-regulación de las obligaciones fiscales de los peces grandes: una reforma fiscal progresiva. A inicios del sexenio la SHCP aseguró: “[en] la segunda mitad de la administración, se propondrá una reforma fiscal con ejes rectores como la progresividad”.3 Nunca sucedió.
Sin una reforma fiscal estamos condenados a pensar que la política social es el arte de institucionalizar la limosna. Básico en la propaganda oficial, el presupuesto de los programas sociales sí creció en este sexenio, pero no de forma astronómica. En 2022, el monto fue 7.4 % más alto que en 2014. La necesidad de compensar a los perdedores de la neoliberalización fue comprendida desde el principio. Salinas creó para eso el programa Solidaridad (1988-1997); Zedillo le cambió el nombre a Progresa (1997-2002) y por primera vez se hicieron transferencias monetarias directas. Luego vendría Oportunidades (2002-2014) y, por último, Prospera (2014-2018).
A ese entramado acumulativo que heredó López Obrador, su gobierno le imprimió el sello de simplificar la canasta de programas; concentró el presupuesto en algunos de ellos, en particular la pensión para adultos mayores. Los claroscuros de la política social de hoy han sido analizados en nexos por Máximo Jaramillo, quien demostró que en este sexenio la cobertura se redujo para el 30 % más pobre.4
Los “programas sociales” nacieron con el neoliberalismo. Son una respuesta más barata y en efectivo para compensar la erosión de los servicios de un Estado que alguna vez prometió el “acceso universal” a derechos sociales. A lo largo del sexenio el oficialismo disfrutó compararse con los países nórdicos —López Obrador prometió que tendríamos un sistema de salud pública “mejor que el de Dinamarca”—, pero no se atrevió a acercarse a su sistema de impuestos, ya no digamos a replicarlo. Entre 2018 y 2022 la carencia de servicios de salud aumentó de 16.2 % a 39.1 % de la población.
El posneoliberalismo, como diagnóstico, sólo existe si se le define como la (posible) negación discursiva del orden previo pero su continuidad material. Si queremos hilar más fino, hay que agregar que tal continuidad proviene de una revisión parcial de la liberalización, la privatización y la desregulación. Para el caso mexicano: revisar de manera puntual y específica uno solo de esos tres elementos. Con todo, la negación discursiva tiene su importancia: al orden económico ya le urgía un nuevo sistema de relaciones públicas, con énfasis social. López Obrador llenó ese hueco
Basta ver el logo del gobierno de México este sexenio. Entre Benito Juárez y Lázaro Cárdenas había que elegir un héroe de la revolución de 1910. López Obrador se separó de la tradición popular; en vez de escoger un revolucionario como Zapata o Villa, se inclinó por Francisco I. Madero, el presidente mártir. Según el presidente, la democracia en México comenzó en 2018 y habría que remontarse a Madero (1911-1913) para el antecedente más cercano.
Según López Obrador, era crucial evitar la suerte de su héroe, derrocado y ejecutado por un golpe militar de manual. Buscó por otro lado: se encargó de brindar al Ejército su mejor sexenio. Aunque la gran militarización de la seguridad pública comenzó con Calderón, también en ese terreno López Obrador no sólo se convirtió en lo que decía combatir, sino que lo llevó aún más lejos. No sólo constitucionalizó la incursión de los militares en tareas policiacas, también creó para ellos un conglomerado empresarial: el Grupo Aeroportuario, Ferroviario, de Servicios Auxiliares y Conexos Olmeca-Maya-Mexica (GAFSACOMM).
Con dinero público se contrató a los militares para la construcción de obras públicas que después se les entregó en propiedad. Los empresarios de la Sedena hoy son dueños de aeropuertos, estaciones de turbosina y una aerolínea. Además, en el sector turístico, serán suyos hoteles y parques a lo largo del Tren Maya, del cual también es propietario.
Sin revertir las privatizaciones neoliberales, el Ejército ha invertido donde la burguesía no lo hizo o dejó de hacerlo. Así, este sexenio vio los niveles más altos de gasto militar del siglo. “Amor que no se ve reflejado en el presupuesto no es amor”, dice la vieja frase priista. En 2019, tras su primer año, López Obrador aumentó el presupuesto ejercido por la Sedena un 15.6 %, comparado con el año previo. En 2021 el gasto fue 38.9 % superior a 2018. Y siguió creciendo.
Con todo, esos aumentos son migajas comparadas con 2024. Este año el presupuesto fue 2.3 veces superior al año pasado; o sea, el presupuesto aprobado para el último año de este sexenio fue más del triple del último año del sexenio anterior. Que este brinco coincidiera con un año electoral no es casualidad. Capitalizar a GAFSACOMM y asegurar la lealtad del Ejército al proyecto de López Obrador son parte de una misma ecuación.
¿Qué ha pesado más? ¿El progresismo o el militarismo? El gasto de las Fuerzas Armadas ha crecido mientras el gasto en salud se desplomó. Hoy se gasta más en lo primero que en lo segundo, cuando la regla antes de López Obrador era justo al revés.
Todo lo anterior sin contar a la Guardia Nacional, que en la letra y presupuesto está bajo la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, aunque con personal y jerarquía de la Sedena. La Marina, aunque en menor proporción, también experimentó un proceso de aburguesamiento. Además de tener subcontratada la operación de puertos y aduanas, es la constructora, operadora y propietaria del nuevo Tren Interoceánico.
El resto del aparato estatal fue sometido a una austeridad franciscana, despidos masivos y el relevo de toda la plana dirigente. A las Fuerzas Armadas, en cambio, nadie las ha tocado. Su cadena de mando es la misma que participó en la desaparición de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa. Como se ha documentado, López Obrador detuvo la investigación especial de ese caso en cuanto el fiscal a cargo obtuvo evidencia de que mandos del Ejército vendían armas y capacitaban a Guerreros Unidos, el cártel que en la versión oficial fue el verdugo solitario de los alumnos.5
En este sexenio, la Presidencia y el Ejército fueron las dos instituciones que más se fortalecieron en el Estado mexicano. Presidencia recuperó terreno perdido con la democratización, de la mano de un Ejército que no conocía tal protagonismo desde hace cien años. Se ha configurado una peculiar coalición civil-militar en detrimento de cualquier contrapeso a Palacio Nacional. Instituciones que con la democratización adquirieron perfil propio, como el INE y el Poder Judicial, hoy están sujetas a la erosión de su autonomía. México ha dado pasos hacia una recaída en el autoritarismo.
La elección de 2024 fue irónica pero poco sorprendente. La aspirante que nació en familia humilde fue candidata de la derecha y la que nació en familia privilegiada fue la candidata oficial, del “pueblo”. Los proyectos importan. Sólo una minoría iba a votar por un PRIAN carente de autocrítica y que congeló el salario mínimo tanto tiempo. La derecha estaba derrotada de antemano, incapaz de ver algo sencillo: López Obrador es producto suyo.
Seleccionada por López Obrador para sucederlo, Sheinbaum será la primera mujer que preside este país, con la misión de construir “el segundo piso de la transformación”. Con ella, se estrenarán en el poder los tecnócratas progresistas. Ya no bajo la sombra del caudillo, sino como la nueva élite. Los mercados financieros expresan optimismo. Aunque en este sexenio los más ricos duplicaron su riqueza, nunca podrían estar contentos con un presidente que todos los días a primera hora habla mal de su clase social.6 Toleran a López Obrador pero no podrían amarlo. Sheinbaum, menos proclive a polarizar, trae consigo un aire de normalización. En su estilo, es menos natural mentir de manera flagrante ante la evidencia, como lo hace su mentor cuando dice: “Yo tengo otros datos”.
¿Ella revisará en algo la ortodoxia neoliberal? Siempre hay espacio para sorpresas, pero Sheinbaum ha descartado una reforma fiscal en su sexenio. A pesar de las limitaciones de la política social de ahora, lo cierto es que cuenta con gran aceptación: suficiente para eclipsar lo que el obradorismo dejó de hacer. En ese rubro, hasta hoy, no hay presión sustancial para correcciones ni medidas más profundas. La clase trabajadora no revirtió la desarticulación que le impuso el neoliberalismo y no cuenta con organizaciones que puedan servirle para anclar sus logros.
En estos años se dieron pasos en sentido opuesto. López Obrador se desvió de sus maestros y construyó su base social sobre las Fuerzas Armadas. En el siglo XX mexicano, el viejo régimen levantó su hegemonía sobre grandes organizaciones populares. Lejos de toda democracia, ese sistema era coercitivo, pero daba al PRI una base social verdadera: músculo suficiente para garantizar la buena conducta de la burguesía y el Ejército. Aquel era un autoritarismo civil; lo de hoy, son síntomas de autoritarismo militar. Y Sheinbaum ya aclaró que no se apartará del militarismo impulsado por su antecesor.
Entre 2018 y 2024, el impulso posneoliberal fue menor que el impulso autoritario. El neoliberalismo se alejó un poco de la derecha: llegó un progresismo débil, tan débil que, para mi gusto, es más preciso calificarle de fallido.7 La democracia se movió de manera considerable hacia la derecha: aumentó el peso de las fuerzas armadas en detrimento del resto del Estado. En síntesis, México giró hacia un centrismo militarista y éste es el punto de partida de lo que viene.
FICHA DE AUTOR
1 Contreras, J. In the shadow of the giant. The americanization of modern Mexico, 2009, pp. 41-42.
2 CONASAMI. Boletín no. 002/2019. 7/mar/2019.
3 SHCP. Criterios Generales de Política Económica para la Iniciativa de Ley de Ingresos y el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación Correspondientes al Ejercicio Fiscal 2019. México, 2018, pp. 3, 74.
4 Jaramillo-Molina, M. Corte de caja: la política social de la 4T. Nexos, blog de la redacción. 27/jul/2023.
5 Gibler, J. La instrucción: cómo el gobierno dinamitó la investigación del caso Ayotzinapa. Quinto Elemento Lab. 26/sep/2023.
6 Villanueva, D. Se duplicó la riqueza de 5 magnates mexicanos este sexenio. La Jornada. 23/jul/2024.
7 Centeno, R. I. 2023. Not a Mexican Pink Tide: The AMLO Administration and the Neoliberal Left. Latin American Perspectives 50(2): 112-129.
Ramón I. Centeno, doctorado en ciencias políticas por la Universidad de Sheffield, es profesor investigador titular de la Universidad de Sonora.