Por Magdalena Gómez
La reciente aprobación de una nueva reforma constitucional relativa a pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas ha sido motivo de la reiteración, casi lugar común de que se cubre una deuda histórica. Ojalá fuera así, pero su letra no avala tal aseveración. Por lo pronto, quiero recordar que a las reformas hay que evaluarlas no sólo por lo que dicen, sino también por lo que callan. A esos claroscuros me referiré sin abordar el contexto político de sus promotores y el silencio de actores indígenas claves y representativos. Ya algunos de ellos no practican el silencio y al contrario se autoadjudican el triunfo, eso sí: histórico.
De entrada, señalo que es importante la declaración de que se reconoce a los pueblos y comunidades indígenas como sujetos de derecho público con personalidad jurídica y patrimonio propio. Al contrario de lo que en 2001 se incluyó como sujetos de interés público. Y explico por qué utilizo el término declaración. Toda la reforma constitucional enuncia diversos temas cruciales en la materia y, pese a la insistencia en el reconocimiento de los sistemas normativos, prevalece el reconocimiento a las decisiones del Estado en sus tres niveles de gobierno. Vaya: hasta para definir los criterios de validación de las resoluciones indígenas, igual que se dijo en 2001. Las definiciones y precisiones se harán en 180 días, tanto la expedición de una ley general como las adecuaciones normativas a diversas leyes.
Y de entrada ya se anticipan limitaciones, pues en lugar de establecer cuál es el impacto inmediato del carácter de sujetos de derecho público con patrimonio propio se deja para después, por ejemplo, el impacto presupuestal. El próximo mes se presentará la propuesta de presupuesto federal y, pese a las variadas declaraciones de que se definirán criterios de asignación de recursos para su administración de manera directa por los sujetos reconocidos, no parece viable que tal cosa suceda en lo inmediato. Sin embargo, sí dice el texto que mediante criterios compensatorios, equitativos, justos y proporcionales, las asignaciones presupuestales para los pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas que se determinen serán administradas directamente por éstos.
Ya señalé la más destacada declaración sobre lo que se dice, pero no podemos dejar fuera lo que se calla. En los hechos se continúa avalando la contrarreforma salinista al 27 constitucional, la de 1992, que dejó una frase respecto a que la ley establecerá la integridad de la tierra de los grupos (sic) indígenas y cuando se emitió la ley reglamentaria se dijo en un artículo que ésta se realizaría cuando se emitiera la ley reglamentaria del cuarto constitucional, el que en ese año destacó que somos nación pluricultural como su mejor prenda y ofreció una ley que nunca existió. Se anunció un abono a la deuda histórica con un cheque sin fondos.
Peor aún: sigue sin considerarse en 2024 el reconocimiento al territorio no sólo a la tierra que, como sabemos, en ambos se ha practicado el despojo hasta hoy. En 2001 se sustituyó el concepto de territorio por el de los lugares que habitan u ocupan.
El texto enuncia temas nuevos, coloca y reitera las decisiones conforme a sus sistemas normativos y habla de jurisdicción indígenas que se ejercerá por las autoridades comunitarias en el marco del orden jurídico vigente en los términos de esta Constitución y leyes aplicables. Aborda la obligación del Estado de proteger y desarrollar su patrimonio cultural material e inmaterial y de reconocer la propiedad intelectual colectiva en los términos que dispongan las leyes; incluye nuevo uso y desarrollo de las lenguas mediante una política lingüística multilingüe, uso en espacios públicos y privados que correspondan. Y ofrece el derecho a participar, en términos del artículo tercero constitucional, en la construcción de los modelos educativos para reconocer la composición pluricultural de la nación con base en sus culturas, lenguas y métodos de enseñanza y aprendizaje. Reconoce la medicina tradicional y a la partería. Y, sin embargo, no renuncia el Estado a su política indigenista, despliega la antiautonomía en su apartado B:
Deberán establecer las instituciones y determinar las políticas públicas que garanticen el ejercicio efectivo de los derechos de los pueblos indígenas y su desarrollo integral, intercultural y sostenible, las cuales deben ser diseñadas y operadas conjuntamente con ellos. Dichas autoridades tienen la obligación de: el desarrollo comunitario y regional de los pueblos y comunidades indígenas.
Acerca del derecho a la consulta señala que, cuando la medida que se consulta beneficie a un particular, éste la pagará y si obtiene un lucro otorgará un beneficio justo y equitativo de acuerdo con las leyes aplicables y concluye: Los pueblos y comunidades son los únicos legitimados para impugnar por las vias jurisdiccionales. Lo dicho: deuda a plazos.