Por José R. Oro
Fuentes: https://www.prensa-latina.cu/
La reestructuración industrial de los años 1980, redujo significativamente la base de la clase trabajadora industrial en los partidos socialdemócratas de los países capitalistas desarrollados. El desarrollo masivo y extraterritorial de la televisión, redujo la importancia de los cuadros de los partidos en la movilización de las bases. Tampoco debemos olvidar las transformaciones culturales, que hicieron que nuevas dimensiones ideológicas cobraran relevancia política.
Cambió y mucho, el lenguaje que se esperaba usaran los líderes de los partidos socialdemócratas para dirigirse a sus partidarios, interpretar públicamente el mundo y justificar sus políticas. Y no me refiero solo al lenguaje oral, sino también a como se vestían los líderes y sus conductas sociales. Los partidos socialistas del Primer y el Tercer Mundo terminaron de separarse por completo a pesar de la existencia de una “Internacional Socialista” que asumíamos integrara las líneas de pensamiento “socialista” lo mismo con Acción Democrática en Venezuela que con el Partido Socialista en Chile o con el Partido Socialista en Francia.
Ese proceso divisivo había comenzado mucho antes, Salvador Allende y Olof Palme eran personalidades políticas muy diferentes, a pesar de lo cual el fascismo internacional los asesinó a los dos. Sin embargo, en los Estados Unidos este proceso no era tan visible, en sentido general no existía la socialdemocracia como un fenómeno político tangible, ni como un factor del “estado de bienestar”. El Partido Demócrata estadounidense, totalmente a la derecha de la socialdemocracia europea, se apropió del nombre de la “izquierda”.
Crisis del Movimiento Revolucionario en los 1980s y dos de sus consecuencias: La derecha abandona su “apaciguamiento” de las clases trabajadoras y la socialdemocracia plantea el reformismo como un “viaje por etapas” al socialismo
Para discutir este tema es necesario que me remonte en el tiempo y me aventure más allá de Holanda y España, donde conocí personalmente a la socialdemocracia en los 1982- 1983. El Prof. Nick Rengers, vicealcalde de la ciudad de Enschede (Holanda) dedicó mucho esfuerzo entonces a explicarme las nociones del pensamiento de la socialdemocracia europea. Una profesora española, me ofreció la visión post- franquista del PSOE, festejamos la elección de Felipe González y ambos escuchamos asombrados que el comunista republicano Santiago Carrillo dijera que el rey Juan Carlos I “era buena gente” e inventara un fantasioso “eurocomunismo”, engendro más maligno que un cáncer del páncreas, mientras se portaba valiente y desafiante en el Palacio de las Cortes cuando los fascistas de Tejero intentaron su golpe troglodita el 23-F y casi todos los diputados se tiraron al piso, en total pánico ante las ametralladoras de los Guardia Civiles. ¡Qué tiempos aquellos!
Las dos palabras clave de los movimientos socialistas nacidos en Europa en la segunda mitad del siglo XIX eran “clase obrera” y “revolución social”, de la que se esperaba que esta última alcanzara el “objetivo último” de abolir el sistema de clases.
Sin embargo, cuando los partidos socialistas entraron en la competición electoral y, por primera vez, obtuvieron el poder parlamentario tras la Primera Guerra Mundial, los “objetivos últimos” que planteaban no eran suficientes para movilizar el apoyo electoral o para gobernar. Como líderes políticos, los socialistas tenían que ofrecer un programa de mejoras inmediatas de las condiciones de vida de la población. Además, los socialistas aprendieron a diluir u oscurecer el lenguaje de clase para ganar elecciones. Mientras los comunistas seguían adhiriéndose a la estrategia de “lucha de clases”, los socialistas formaban coaliciones y frentes destinados a apelar al “pueblo”.
Así nació el reformismo: la estrategia que proponía avanzar hacia el socialismo por etapas, mediante la expresión electoral del apoyo popular. La visión socialdemócrata del mundo era aquella en la que no había opción entre reforma y revolución. No sonaba nada extraño el argumento del socialista francés Jean Jaurès de que “precisamente porque es un partido de la revolución… el Partido Socialista es el más activamente reformista”. Además, señalaba que:
“No creo tampoco que haya necesariamente un salto brusco, el cruce del abismo; tal vez tendremos conciencia de haber entrado en la zona del Estado socialista como los navegantes tienen conciencia de haber cruzado la línea de un hemisferio; no que hayan podido ver al cruzar una cuerda tendida sobre el océano que les advierte de su paso, sino que poco a poco han sido conducidos a un nuevo hemisferio por la marcha de su barco”
Pero aunque la consecución del socialismo fuese imperceptible, éste seguía siendo el objetivo. La “revolución” se lograría acumulando reformas decían entonces.
Tras el éxito de los socialdemócratas suecos en la década de 1930 y finalizada la Segunda Guerra Mundial, el Estado de bienestar keynesiano institucionalizó un compromiso entre las organizaciones de trabajadores y de capitalistas en toda Europa occidental. Los socialdemócratas, que fueron abandonando gradualmente el marxismo, aceptaron el principio anunciado en el programa Godesberg del Partido Socialdemócrata Alemán de 1959: “Mercados cuando fuera posible, Estado cuando fuera necesario”. Los socialdemócratas debían administrar las sociedades capitalistas con los objetivos de libertad, empleo e igualdad. Y lograron mucho: reforzaron la democracia política, introdujeron una serie de mejoras en las condiciones de trabajo, redujeron la desigualdad de ingresos, ampliaron el acceso a la educación y la salud y proporcionaron una base de seguridad material para la mayoría de la gente, al tiempo que promovían la inversión y el crecimiento.
Todo ello era alcanzable- al menos temporalmente- en países con gran desarrollo y acumulación de riqueza, la socialdemocracia era entonces y sigue siendo hoy un proceso distributivo, pero en los países del así llamado Tercer Mundo, lo único que había para distribuir era la pobreza.
Pero como la socialdemocracia dejó intacta la estructura de propiedad y permitió que el mercado estableciera las prioridades y asignara los recursos, el enfoque socialdemócrata alimentó las causas de la desigualdad al mismo tiempo que pretendía mitigarlas. Esta contradicción llegó a sus límites en los años 1970. A medida que se superaban algunos viejos males, surgían muchos otros. De hecho, la lista de problemas que debían resolver los programas socialistas a mediados de los años 1970 no era menor que a principios del siglo XX.
Las restricciones de la economía capitalista resultaron inexorables y las derrotas políticas permitieron a la reacción revertir muchas de las reformas. En la mayoría de los países de Europa occidental, los gobiernos socialdemócratas buscaron desesperadamente respuestas que preservaran su compromiso con los “objetivos últimos” frente a la crisis económica. A principios de los años 70, los partidos socialistas desarrollaron nuevas políticas energéticas, esquemas de gestión obrera y estructuras de planificación económica. Pero la derrota de James Callaghan frente a Margaret Thatcher en el Reino Unido en 1979 y la salida de los comunistas del gobierno de François Mitterrand en Francia en 1984 asestaron golpes fatales. El giro de Mitterrand hacia la austeridad fue el acto final de resignación frente a las restricciones internas e internacionales. Todo lo que quedó fueron “terceras vías”.
La evolución de la socialdemocracia hasta la llegada del neoliberalismo ha sido ampliamente documentada. La capitulación de la “izquierda socialista” ante la ofensiva neoliberal fue muy desconcertante. Por eso es revelador echar un vistazo a cómo veían el futuro los líderes socialdemócratas cuando percibieron el primer indicio de la crisis inminente de su proyecto a largo plazo. Afortunadamente, expresaron con claridad sus temores, sus esperanzas y sus planes. Particularmente revelador es un intercambio de cartas entre el canciller alemán Willy Brandt, el canciller austríaco Bruno Kreisky y el primer ministro sueco Olof Palme en vísperas de la primera crisis del petróleo de los años 70.
El intercambio incluyó una serie de cartas y dos debates en persona. Fue iniciado por Brandt el 17 de febrero de 1972 y terminó con una conversación en Viena el 15 de mayo de 1975. Brandt se convirtió en canciller de Alemania en 1969, fue reelegido en 1972 y dimitió en 1974. Kreisky se convirtió en canciller de Austria en 1970 y continuó en el cargo hasta el verano de 1983. Palme asumió el cargo en Suecia en 1969, lo dejó tras una derrota electoral en 1976, volvió al cargo en 1982 y fue asesinado en 1986. Por tanto, los tres estuvieron en el cargo durante la mayor parte del período de la correspondencia.
El intercambio se produjo tras el colapso del sistema de Bretton Woods en 1971 y durante el inicio de la primera crisis petrolera de los años 70. La situación económica estaba cambiando de manera desastrosa. Entre octubre de 1973 y marzo de 1974, los precios del petróleo aumentaron alrededor de un 300 por ciento. El desempleo en los países de la OCDE aumentó de un promedio del 3,2 por ciento entre 1960 y 1973 al 5,5 por ciento entre 1974 y 1981; la inflación aumentó durante los mismos períodos del 3,9 por ciento al 10,4 por ciento, y la tasa de crecimiento del PIB cayó del 4,9 por ciento al 2,4 por ciento.
Brandt inicia el debate con un llamamiento a discutir los valores fundamentales del socialismo democrático. Citando el Programa Godesberg, declara que el objetivo de los socialdemócratas es crear una sociedad “en la que todos los hombres puedan desarrollar libremente su personalidad y cooperar en la vida política, económica y cultural de la humanidad como miembros de la comunidad”. Palme se hace eco inmediatamente de esta orientación transformadora: “La socialdemocracia es más que un partido encargado de administrar mejor la sociedad. Nuestra tarea es mucho más, es transformarla”. Kreisky se refiere aún más explícitamente al objetivo final: “Los socialistas… quieren eliminar las clases y dividir justamente el producto del trabajo de la sociedad”.
En sintonía con Jaurès, los tres rechazan la elección entre reforma y revolución. Para Brandt se trata de una distinción artificial “porque nadie puede negar seriamente que todas las reformas que tienden a aumentar nuestra esfera de libertad contribuyen también a una transformación del sistema”. Palme rechaza la idea de una revolución violenta por “elitista”, afirma que el reformismo se basa en el apoyo de los movimientos sociales y ve el reformismo como un “proceso para mejorar el sistema”. Kreisky es menos seguro acerca del efecto acumulativo de las reformas y más específico acerca de las reformas que tendrían efectos transformadores, pero también cree que “siempre hay un momento en el que la cantidad (en este caso de reformas) se transforma en calidad”.
Los tres también se preocupan por la relación entre los objetivos a largo plazo y las políticas actuales. Resueltamente democráticos, condicionan el avance de las reformas al apoyo popular y acogen con agrado la cooperación con otras fuerzas políticas. Sin embargo, sea cual sea su compromiso con los objetivos a largo plazo, son líderes de partidos políticos, con la responsabilidad de ganar elecciones. Son muy conscientes de que la gente condicionará su apoyo electoral a cuestiones básicas y apremiantes del presente, no a objetivos lejanos en el horizonte, así que eso es lo que más les preocupaba. Como escribió Palme:
“Los problemas de la vida cotidiana son los que más preocupan a los hombres… Es necesario explicar la relación entre las ideas y las cuestiones prácticas… No basta decir: «Necesitamos modificar el sistema». Todos los esfuerzos en esta dirección deben dedicarse a resolver los problemas humanos”.
Y había problemas: la desigualdad de ingresos y la concentración de capital se estaban intensificando, el desempleo estaba aumentando, los recursos naturales eran limitados y el medio ambiente estaba cada vez más amenazado. “Tarde o temprano”, señala Kreisky, “enfrentaremos el problema de hasta qué punto podemos guiarnos por nuestros principios en la política práctica (en alemán Realpolitik)”. Le preocupa el ascenso de las corporaciones multinacionales, los límites ambientales al crecimiento y la depreciación del trabajo manual. Las cartas miran hacia el futuro: los tres discuten reformas estructurales que harían avanzar sus valores fundamentales.
El 2 de diciembre de 1973, los tres se reúnen para analizar las consecuencias de la crisis del petróleo. Brandt reconoce que constituye un avance decisivo para los países industrializados y que será necesario hacer grandes esfuerzos para afrontarla. Kreisky hace sonar la primera campana de alarma:
“Hay algo que me parece muy importante: nuestra falta de previsión en materia de política social. Se ha producido un fenómeno particularmente peligroso. Se creía que una crisis como la de principios de los años 30 no podían repetirse. Sin embargo, ahora vemos cómo de un día para otro los acontecimientos políticos han llegado a pesar sobre nuestra situación económica con una amenaza de proporciones globales que, hace apenas unos meses, se habría considerado imposible… De repente nos encontramos ante una situación cuya gravedad no se puede minimizar”.
Palme explicó la dificultad:
“Dijimos a la gente que ya disfrutaba de una situación próspera, que las cosas irían mucho mejor para sus hijos y que podríamos resolver los problemas pendientes… [Pero la nueva situación] presenta una tarea mucho más difícil de cumplir. Porque desde el momento en que ya no hay un excedente constante para distribuir, la cuestión de la distribución es sensiblemente más difícil de resolver”. Más claro ni el agua.
Brandt se hace eco de estas preocupaciones y señala que es esencial evitar que la desigualdad aumente a medida que se reanude el crecimiento. Dieciocho meses después, durante otra reunión presencial el 25 de mayo de 1975, Kreisky hace aún más explícita la restricción fiscal: “Es precisamente ahora cuando deben hacerse las reformas. Es sólo una cuestión de cuáles. Si desarrollamos con (demasiada) fuerza las políticas sociales, no podremos financiarlas”.
Como resultado, buscan desesperadamente una respuesta socialdemócrata distinta. “La socialdemocracia”, enfatiza Kreisky, “debe encontrar su propia respuesta a la crisis de la sociedad industrial moderna”. Brandt rechaza la acusación de que “nos hemos convertido en un partido confinado a maniobras tácticas. El programa de 1959 no nos separa en nada de los grandes objetivos del movimiento obrero alemán e internacional”. Están de acuerdo en que algunas reformas se han vuelto mucho más difíciles, pero enfatizan que las reformas que extienden la democracia al ámbito económico mediante la introducción de la cogestión de los empleados, así como nuevas políticas energéticas y ambientales y una mayor intervención estatal en la economía, no sólo son todavía posibles, sino cada vez más necesarias. Mientras Palme reflexiona que “la época de la creencia simplista en el progreso ha pasado irrevocablemente”, busca una nueva “tercera vía” entre el “capitalismo privado” y el “capitalismo burocrático de Estado de variedad estalinista”, ofreciendo un programa detallado de reformas de once puntos. Y Brandt advierte que “el esfuerzo por reformar la sociedad no debe cesar”.
Palme perdió las elecciones en 1976, pero volvió al poder en 1982, restableciendo la mayoría de los recortes a las políticas sociales instituidos por el gobierno interino, pero haciendo hincapié en la moderación salarial y abandonando las políticas keynesianas. Kreisky ganó varias elecciones y permaneció en el cargo hasta 1983, continuando la expansión de las políticas sociales, en particular en materia de educación y salud. Por tanto, si bien la sombra de los déficits fiscales y cambiarios moderó las reformas, el celo reformista no se abandonó.
¿Qué podemos sacar de este período? El apoyo electoral a los partidos socialdemócratas y a la izquierda en su conjunto alcanzó su punto máximo a principios de los años 1980 y desde entonces comenzó y ha seguido disminuyendo hasta el sol de hoy.
Hay muchas explicaciones sobre el declive electoral de la socialdemocracia, pero no es eso lo que me propongo examinar aquí. Los partidos que llevan etiquetas socialdemócratas o socialistas pueden tener mejores o peores resultados electorales; la cuestión más profunda es si el contenido de su visión ha cambiado. Y en respuesta a la reducción de su base tradicional de trabajadores industriales, el ascenso de la ideología neoliberal, la liberalización de los flujos de capital y el consiguiente endurecimiento de las restricciones fiscales, y la necesidad de defender las monedas nacionales contra la especulación financiera, es indiscutible que el lenguaje y los objetivos políticos de la socialdemocracia cambiaron fundamentalmente.
Nota:
* “El Discreto Encanto De La Burguesía” es una sátira surrealista (1972) dirigida por el extraordinario cineasta español Luis Buñuel.
(Fin de la Primera Parte).
José R. Oro Nació en Cuba en 1952. Geólogo de profesión, es autor de cuatro libros y más de 100 artículos especializados en minería, geología, ingeniería y medio ambiente y muchos otros de temas sociales, política y economía. Habla español, inglés, ruso y portugués. Experiencia en el desarrollo de grandes proyectos mineros y de infraestructura en Cuba, Puerto Rico, Venezuela, Colombia, Finlandia, Estados Unidos y Canadá. Vive en Connecticut, Estados Unidos. Casado.