Más allá del movimiento de clase media de las ‘tradwives’, encontramos otra realidad: la mayoría de mujeres que son amas de casa en España pertenecen a la clase trabajadora
Por Nuria Alabao
Fuentes: https://ctxt.es
En un pasado artículo, explicábamos que las posiciones del movimiento de las tradwives –mujeres tradicionales– son puramente estéticas, porque la realidad es que solo un pequeño porcentaje de la población puede vivir con un único salario en España. En general, la mayoría de mujeres prefieren trabajar, pero aunque deseasen no hacerlo, hay muy pocas familias que puedan permitírselo. El salario familiar –el hombre proveedor de sustento para mujer e hijos– ha pasado a mejor vida.
La ideología del salario familiar tiene una historia que se remonta hasta el siglo XIX, cuando generó divisiones y tensiones dentro del movimiento obrero. Algunos sectores, especialmente entre los sindicatos, el socialismo y el anarquismo, defendieron la idea de que hombres y mujeres debían recibir el mismo salario por el mismo trabajo. Pero para otros, esta propuesta garantizaba a los obreros la subordinación de la mujer en el hogar y alguien que, al mismo tiempo que se encargaba de las tareas de reproducción social, dejaba de “competir” con ellos por los mismos trabajos. La contratación de mujeres bajaba los salarios en los sectores donde estas se desempeñaban –precisamente porque se había naturalizado que su lugar era el matrimonio y el hogar, no el mundo del salario–, porque la propia ideología del “hombre proveedor” insistía en que debían de ser mantenidas y que su sueldo solo debía ser “complementario” al del varón.
Muchos patrones que se beneficiaban de la mano de obra femenina y, por tanto, “más barata”, también acabaron apoyándolo. El hecho de que el bienestar de mujer e hijos dependiera del marido funcionaba como disciplinador social: los trabajadores casados eran menos propensos a huelgas y revueltas. Esta ideología enlazaba además con la idea de la reforma moral, no solo del paternalismo patronal que construyó las colonias fabriles para alejar a los trabajadores de las urbes donde se organiza el movimiento obrero, sino también del feminismo burgués, contrario al consumo de alcohol y la “disolución de las costumbres”.
La legislación de los países europeos se redactó con el objetivo de devolver a los hogares a las mujeres
Tras la Segunda Guerra Mundial, estos principios del salario familiar fueron adoptados por buena parte de los Estados occidentales, así que la legislación de los países europeos se redactó con el objetivo de devolver a los hogares a las mujeres, cuya participación en el trabajo había ido extendiéndose antes y después de la contienda. El franquismo lo haría con más premura, incluso antes de acabar la Guerra Civil –en 1938–.
El salario familiar vivió su apogeo en las décadas de 1950 y 1960. Este sirvió para estructurar el orden económico de posguerra, definiendo lo que serían los principales lineamientos del estado del bienestar de la época. Muchos Estados adoptaron el modelo de “hombre proveedor” en sus sistemas de Seguridad Social, orientados a dar beneficios a los varones como cabeza de familia. Pero también excluyendo del mismo a los que no encajaran en este esquema de la familia supuestamente tradicional –a las madres o mujeres solteras, por ejemplo, o a los trabajadores negros en EEUU–. Es el momento de la creación de toda la imaginería del ama de casa de clase media feliz en la que se inspiran las tradwives, que se dejaba muchas formas de vida fuera, algo que hay que recordar hoy a cierta izquierda que puede expresar nostalgia por ese orden de posguerra antes del triunfo del neoliberalismo.
A partir de los años sesenta y setenta se producen dos fenómenos que llegarán a cruzarse. Primero las luchas feministas que atravesaron la sociedad como un tsunami, exigiendo autonomía para las mujeres –y la contracultura, que experimentó con nuevas formas de vida–. Pero la contracultura no consiguió nunca ser una opción masiva y, en el capitalismo, la autonomía, por desgracia, exige un salario y un trabajo. De manera que las mujeres se incorporaron de forma masiva al mundo del trabajo asalariado del que habían sido expulsadas previamente. Por otra parte, se produjo la quiebra del modelo de crecimiento fordista, que derivó en la crisis de la década de los setenta. La revolución neoliberal se presentó como la “solución”, atacando tanto a los salarios como al gasto público. Las mujeres querían trabajar, pero pronto no podrían dejar de hacerlo.
Desde entonces, el trabajo femenino no ha dejado de crecer. Entre 1980 y 2023, la diferencia entre la tasa de actividad –el porcentaje de personas que quieren trabajar o trabajan– de hombres y de mujeres se redujo de más de 45 puntos a diez, al mismo tiempo que la tasa de actividad femenina prácticamente se duplicaba. El número de mujeres dedicadas en exclusiva a “labores del hogar”, por su parte, no ha parado de descender –en el cuarto trimestre de 2023 fueron 2,8 millones–.
Paradójicamente, la emancipación laboral de la mujer se ha acompañado de la refamiliarización de la clase media, del aumento de su dependencia de esta institución para asegurarse un lugar en la escala social –un cierto bienestar– y acceder a cierta protección frente a la creciente incertidumbre externa.
De nuevo, la clase importa
Pero en esta incorporación al trabajo se dieron diferencias de clase y se produjo un sistema dual de acceso a la igualdad, porque la brecha en la participación laboral femenina está influenciada por factores socioeconómicos. La educación, por ejemplo, es un buen indicador de la clase social –aunque no el único, hay otros factores como renta o propiedades–. Las mujeres con educación superior que se dedican exclusivamente a las labores del hogar son un 10%, las que han acabado secundaria constituyen alrededor del 30%, mientras que las que únicamente tienen primaria o inferior son el 60% del total en esta categoría, según la EPA. (Aunque hay que matizar que hay más amas de casa entres las mujeres de más edad y que estas accedieron en menor medida a la educación.)
En la clase media profesional el trabajo en el hogar está más repartido y la contribución femenina es menor
De manera que las mujeres de clase media profesional son las que primero y de forma más rápida se incorporaron al modelo actual de dos sueldos –también es en este segmento social donde más ha crecido el trabajo masculino en el hogar, por insuficiente que este sea–. A pesar de que la inercia social que hace recaer en las mujeres el trabajo de cuidados –es decir, que estas se enfrentan a la doble jornada–, en la clase media profesional el trabajo en el hogar está más repartido y la contribución femenina es menor. Además, es este segmento el que puede permitirse contratar servicios como guarderías o externalizar esas tareas a otras trabajadoras domésticas.
Por el contrario, la incorporación al trabajo asalariado de las mujeres con menor capital académico ha sido mucho más insegura, inestable y sujeta a intermitencia o abandonos definitivos motivados por la crianza de los hijos, como explica Emmanuel Rodríguez en El efecto clase media. En realidad, y pese a las imágenes brillantes de las tradwives de clase media, parece que es en los segmentos sociales “proletarizados” donde podemos encontrar una mayor proporción de hogares “tradicionales” compuestos por un varón proveedor y una mujer ama de casa. En estos hogares, además, las mujeres ya asumen una mayor parte de las tareas domésticas porque no pueden externalizarlas, y en ellos los hombres participan menos en comparación con los de clases sociales más altas. Si no sabes dónde dejar a tus hijos para ir a trabajar o tienes que pagar por ello, va a ser más fácil quedarse en casa a cuidarlos e ir tirando como se pueda.
Las mujeres con niveles educativos más bajos suelen estar concentradas en sectores laborales que ofrecen menos estabilidad y condiciones más precarias, como el trabajo doméstico, el comercio minorista o los servicios de cuidado. Estas ocupaciones son más susceptibles a la informalidad, bajos salarios y peores condiciones laborales –por lo que ofrecen más dificultades para la conciliación–, y en ellos las trabajadoras tienen escasa capacidad de negociación y sufren un alto grado de subordinación. Estos empleos, además, proporcionan escasas satisfacciones y pocas posibilidades de realización personal o adquisición de estatus. Trabajar no siempre genera más independencia. Pero claro, los resultados son ambivalentes. Esta posición de dependencia aumenta el riesgo de no poder huir de casa en el caso de sufrir violencia en el hogar, y en caso de divorcio o separación implica mayores riesgos de caer por debajo del umbral de pobreza, explica Rodríguez. Ser madre soltera duplica el riesgo de caer en situación de pobreza respecto al de una familia de dos proveedores.
Por tanto, el modelo de ama de casa tradicional no es una posibilidad que una puede elegir como se escoge un traje, sino más bien una consecuencia de la pobreza, la falta de oportunidades educativas y la explotación laboral que dificulta la compatibilización con la familia. O de todo lo contrario, para las mujeres casadas de clase alta o en familias de altos ingresos sí puede ser una opción. Mientras, en las mujeres de clase media es imposible si quieren seguir perteneciendo a esta clase. Por cierto, las influencers que dicen renunciar a sus propias carreras profesionales para servir a sus familias, en caso de tener éxito, pueden llegar a monetizar considerablemente sus posiciones de mujeres que “no trabajan”.