Por Alberto Fernández Liria
Fuentes: https://vientosur.info
Después de décadas de casi ausencia, la salud mental ha vuelto a ocupar un lugar importante en los medios de comunicación, la boca de los políticos y entre las preocupaciones de la ciudadanía. Se avecina no un debate, sino una colección de debates importante en los que hay por discutir muchas cosas que requieren abordajes muy distintos. Pero son debates interrelacionados y unos no pueden ser abordados ignorando que se están produciendo los otros. Este escrito se propone al menos enumerar unos cuantos. Y también manifiesta la voluntad de los firmantes de alimentarlos y de intentar abrirlos a la mayor cantidad de gente posible porque son debates que nos conciernen a todos.
Ha habido momentos en la historia en los que la salud mental, sus alteraciones y las posibilidades de actuar sobre ellas han sido objeto de atención por la sociedad en general. En las últimas décadas esto no ha sido así. Desde los años 80 la salud mental era algo de lo que parecía que sólo podían ocuparse los expertos. Y estos lo hacían en un lenguaje críptico y en publicaciones y foros muy alejados del público general, haciendo referencia a hallazgos cuya comprensión no estaba al alcance de ese público porque requería de una formación especial. El mensaje al público era que los expertos sí conocían las verdaderas causas de las alteraciones de la salud mental. O, más exactamente que estaban a punto de conocerlas: lo harían en cuanto se perfeccionara la neuroimagen, se desentrañara el genoma humano o se estudiara el siguiente neurotransmisor. Y en base a esos conocimientos los expertos podían facilitar que una poderosa industria nos proporcionara los remedios que realmente curarían o eliminarían los síntomas de estas alteraciones cuya verdadera naturaleza estaba también a punto de ser desentrañada. La comercialización del Prozac a finales de los ochenta era a la vez ejemplo y modelo de esto.
Esta situación ha entrado en crisis. Y lo ha hecho por varios motivos. Por un lado, y sobre todo para el público general, la pandemia – pero no sólo – ha hecho aflorar alteraciones que han llegado a desbordar la capacidad de los servicios. Son alteraciones que son más patentes en algunos grupos de edad como el de los adolescentes. Y son alteraciones que tienen que ver con que el confinamiento impidió que los individuos accedieran a cosas que les proporcionaban relaciones que el confinamiento interrumpió y que eran necesarias para su desarrollo sano, no con un efecto lesivo del virus sobre los tejidos cerebrales.
Por otro lado, y sobre todo para los profesionales, esas causas y mecanismos por los que se suponía que se producían las alteraciones de la salud mental no han podido ser confirmadas y se basaban en suposiciones falsas. Después de haber invertido ingentes cantidades de esfuerzo y dinero para encontrarlos no han aparecido los marcadores ni genéticos, ni anatómicos, ni bioquímicos que se postularon. No quiere decir que los fármacos cuya acción se pretendía explicar con estas bases no le estén siendo útiles a algunas personas. Pero sí, por un lado, que el mecanismo por el que lo son no es el que se postulaba y requerimos de otra teoría para explicar cómo lo hacen y como mejorarlos y, por otro, que son un instrumento útil para algunas personas, pero no constituyen la única solución, ni la más específica ni tienen por qué ser la principal.
Por fin, y sobre todo para los afectados, los resultados de los remedios prometidos y de los esfuerzos de la atención prestada han resultado ser bastante decepcionantes, unas veces por alejados de las expectativas levantadas por la industria que los produce y otras por poco respetuosos con los derechos humanos y en nada acordes con las exigencias de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad cuando se trata de alteraciones de las que consideramos graves, que son frecuentemente manejadas con medidas tomadas contra la voluntad de los pretendidos beneficiarios. Se ha disparado el uso de remedios para las alteraciones de la salud mental. Pero no se ha producido una disminución de la prevalencia de las mismas ni de la incapacidad ligada a ellas que resulta que ha aumentado.
Así la salud mental ha vuelto a ser objeto de debate en los parlamentos. Y algunas administraciones – como el Ministerio de Sanidad – han habilitado organismos para atender al tema con un rango que no ha tenido nunca la atención a la salud mental, al menos recientemente y en nuestro país. En otros momentos y lugares sí la ha tenido. Recuérdese que el Acta Kennedy sobre salud mental que instaura los principios de una atención comunitaria e integral en 1963 fue una iniciativa del mismísimo presidente.
Todo esto debería ser una buena noticia. Y de hecho lo es porque significa que se ha levantado una sensibilidad social hacia un tema que estaba muy necesitado de ella. Pero no augura necesariamente un buen resultado. Porque no está claro cómo se puede hacer frente al problema.
Lo que a mi modo de ver no puede hacerse es intentar resolver el problema proporcionando más de lo mismo. Por eso es necesario ese debate que ya ha comenzado. Hay producciones artísticas y culturales que se refieren al tema desde muy diferentes puntos de vista. Ha habido opiniones expresadas en los medios y las instituciones. Ha habido manifestaciones de diferentes clases de personas implicadas en el tema. Incluso ha habido manifestaciones airadas de algunos psiquiatras frente a la puesta en marcha del Comisionado de Salud Mental por parte del Ministerio de Sanidad.
Desde aquí querría señalar sólo algunos temas que será preciso debatir para animarnos y animar a otros a abrirlos. Son temas muy diversos y que requieren niveles de discusión también diversos.
- Habrá que debatir sobre la naturaleza de la salud mental y sus alteraciones. En este momento mucho del malestar presente en nuestra cultura se manifiesta como problemas de salud mental y demanda soluciones al aparato asistencial que ofrece remedios que son soluciones más o menos satisfactorias para un tipo de problemas, pero que no sólo no son eficaces, sino que son contraproducentes para otros. Establecer cuáles son los límites y cómo resolver esa demanda es una parte preliminar del debate.
- Habrá que debatir sobre el modo de ofrecer ayuda a personas con una percepción de la realidad no compartida con la mayoría sin vulnerar sus derechos como personas. Habrá que plantearse cómo trasponer a la legislación de nuestro país las exigencias de la Convención de la discapacidad suscrita por España en 2007.
- Habrá que plantear la utilidad de los sistemas diagnósticos que estamos utilizando. Los grandes sistemas diagnósticos como el DSM son cada vez más complicados y precisos, pero no se sabe qué es lo que clasifican, su validez ha sido cuestionada desde muy diferentes posturas y existen diversas propuestas de sustituirlos por otros sistemas u otras formas de pensar en los problemas de la salud mental que podrían ser más adecuados y más útiles.
- Habrá que reevaluar el papel que están jugando los tratamientos farmacológicos en los problemas de salud mental. Esto son muchos debates interrelacionados. Por un lado, la idea de que los psicofármacos actúan para las «enfermedades» mentales, tal y como las describen las clasificaciones, del mismo modo que actúa la insulina en el tratamiento de la diabetes, esto es reemplazando a una sustancia endógena cuya falta es la causa del trastorno, ha resultado ser falsa. Hay propuestas de reconstruir nuestro conocimiento de estas sustancias sobre otras bases y habrá que hablar de ellas. Por otra parte, el consumo masivo de estos fármacos – como el de tantos otros – ha generado problemas nuevos a los que no siempre se les ha prestado la debida atención. Hablar de este tema, y en general de todos los de la salud mental, en la medida en la que afectan a este, es particularmente difícil porque lo que lo que se diga tiene efectos sobre una poderosísima industria que lógicamente está más interesada en que lo que se piense beneficie a su negocio que en que se acerque a la verdad.
- Habrá que hablar también de las alternativas de atención que representan las intervenciones psicosociales como la psicoterapia. Y ello probablemente supondrá la necesidad de abandonar la pretensión de acercarse a ella con la metodología diseñada para hablar de fármacos que ha encorsetado la reflexión sobre ellas en las últimas décadas.
- Habrá que revisar y sistematizar el creciente conocimiento sobre la importancia que tienen las experiencias traumáticas y la adversidad en general en las alteraciones de la salud mental. Y, puestos a ello, revisar el potencial retraumatizante y la capacidad de causar – aunque sea inintencionadamente – daño que tiene el sistema de atención a la salud mental y otros.
- Habrá que reevaluar la conformación de los sistemas de atención de los que nos hemos dotado y probablemente plantear cambiar muchas cosas que en su momento parecieron idóneas porque eran una alternativa a la ignominia de los manicomios que las precedieron, pero que hoy son manifiestamente mejorables.
- Muy relacionado con lo anterior habrá que revisar cuál es el papel de los distintos profesionales y personas y grupos no profesionales que han de participar en la tarea de promover la salud mental.
- Habrá que discutir si los métodos de investigación y obtención de conocimiento que estamos utilizando en este campo son los adecuados para conducirnos al conocimiento que necesitamos o si, por el contrario, están sirviendo en ocasiones a modo de orejeras que nos impiden ver lo más relevante.
- Y habrá que hacer todo esto sabiendo que, como todas las discusiones sobre lo humano, el que los argumentos se basen en pruebas y se puedan contrastar no evita que tengan efectos políticos. La actitud científica en este caso no es negar estos efectos, sino explicarlos. Señalar la relación inversa existente entre la desigualdad y el bienestar social tiene efectos políticos sin duda, porque podría inducir deseos de mitigar la desigualdad. Pero atribuir los malestares a secuencias de aminoácidos en una cinta de ácido nucleico inalterable también los tiene porque puede inducir la idea de que no tiene sentido preocuparse por cosas como la desigualdad.
Son muchos debates. Y deben desarrollarse en foros muy distintos que van desde las revistas científicas a los parlamentos pasando por las familias y las comunidades. Pero no creemos que ninguno de ellos deba sustraerse a la opinión pública y este escrito pretende expresar nuestra intención y nuestro compromiso de contribuir a llevarlos a ella.
Alberto Fernández Liria, psiquiatra jubilado. Ha sido presidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría y miembro de la Comisión Nacional de Psiquiatría y del Comité Técnico de la Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud