La familia nuclear no es necesariamente el mejor espacio para criar. Es imprescindible inventar otros
Por Nuria Alabao
Fuentes: https://ctxt.es
Charles Fourier, filósofo socialista de la primera mitad del siglo XIX, imaginó la utopía como una comunidad donde hombres y mujeres vivirían y trabajarían colectivamente. El cuidado y la educación de los niños, según Fourier, no deberían recaer únicamente en los padres biológicos, sino ser una responsabilidad compartida por toda la comunidad, lo que aliviaría a los padres biológicos de la carga exclusiva de la crianza, y permitiría a los niños beneficiarse de una mayor variedad de influencias. Poco después, otras socialistas y anarquistas elaboraron fuertes críticas al matrimonio y la familia, escribieron a favor del amor libre e imaginaron soluciones colectivas más o menos estatales para la crianza.
En la década de 1970, una parte del feminismo profundizó estas críticas ya que, como aseguraba Shulamith Firestone, la emancipación de las mujeres y los niños requería una revolución total de las estructuras sociales y sexuales. La liberación de los propios menores pasaba por la liberación psíquica y política de sus madres. Realizarse a través de la maternidad sólo podía llevar a mayor represión y control de la infancia.
Las lecturas feministas inciden en explicar que uno de los principales problemas de las mujeres a la hora de tener hijos son los hombres
Hoy ese imaginario radical está bastante alejado no solo de la izquierda más convencional –cuyas aspiraciones no dejan de ser tener casa propia, niño y perro, y en general, una pareja con quien sostener eso–. ¿Hay nuevas tendencias conservadoras familiaristas en la sociedad? Se supone que el feminismo debería ser un freno contra esas tendencias que buscan soluciones en el pasado –para las cuestiones reproductivas o de otra índole–, pero, ¿lo es realmente? Porque lo que estamos viendo, sin embargo, son lecturas feministas que inciden en explicar que uno de los principales problemas de las mujeres a la hora de tener hijos son los hombres. Esto ya sea porque, dicen, estos no quieren tener hijos, porque “no se comprometen” o incluso porque las mujeres no encuentran parejas adecuadas para el grado de esfuerzo y dedicación que implica hoy la aventura familiar.
A la preocupación por el retraso de la maternidad, la caída de las tasas de natalidad y tener que recurrir a métodos de fertilidad asistida se le suele corresponder habitualmente una explicación de tipo económico: relativa al trabajo –o se tiene inestabilidad en los ingresos, o ser madre habitualmente está fuertemente penalizado en el mundo laboral y muchas veces hay que hacer malabares para compaginar trabajo y familia–. Bueno, los ultraconservadores dicen que es por culpa del feminismo, porque las mujeres somos egoístas y “priorizamos nuestras carreras” o incluso porque preferimos quedarnos en casa viendo Netflix y comiendo palomitas antes que tener hijos, como dijo una vez Jorge Buxadé. Y, ¿saben qué?, algo de todo eso también hay, porque las mujeres no queremos hacer trabajos forzados de reproducción para nadie, tampoco para una nación.
Al analizar los países ricos, las tasas de natalidad no son más elevadas en aquellos con mayor gasto social
Evidentemente el tema es complejo y tiene causas múltiples, y las razones de tipo económico afectan, siempre que se crucen con otros factores de tipo cultural. Al fin y al cabo, también en los lugares con importantes ayudas económicas a la maternidad, y apoyos públicos como guarderías o cuidadoras financiadas por el Estado, las tasas de natalidad no dejan de descender. La relación entre el número de nacimientos y el gasto total en políticas favorables a la familia no es significativa, como se explica en este artículo apoyado con datos. Al analizar los países ricos, las tasas de natalidad no son más elevadas en aquellos con mayor gasto social o en los que las guarderías están totalmente subvencionadas que en aquellos en los que los padres pagan tasas exorbitantes.
O sea, que si fuera más fácil tener hijos, tendríamos algunos más –y de forma más feliz–, pero no muchísimos más. También hay que incidir en esos otros factores que se entremezclan con el esfuerzo que ha hecho el feminismo por nuestra liberación: muchas no queremos ser madres porque ahora ser madre ya no define lo que somos y tenemos más opciones para vivir vidas plenas que no pasen por esa función reproductiva –es decir, ya no es obligatorio como en épocas pasadas–. Tampoco queremos renunciar a muchas de las cosas de las que ahora gozamos –y eso también pasa por el ocio, o la dedicación al trabajo, y no estamos simplemente obligadas por factores de tipo estructural, como a veces parece leyendo algunos análisis–. Por poner un ejemplo de ese cambio: solo el 26% de los estadounidenses dicen que tener hijos es importante para una vida plena y casarse todavía tiene menos importancia para la felicidad personal –solo lo valoran un 23%–. Los incentivos para casarse son débiles, ya que las mujeres pueden encontrar cada vez más amor, estabilidad financiera y aprobación social sin necesidad de recurrir al matrimonio, como explica la socióloga Alice Evans.
Curiosamente y aunque parezca contraintuitivo, los hombres dan algo más de relevancia que las mujeres al matrimonio y a tener hijos. Un 28% de los hombres, frente a un 18% de las mujeres, afirma que estar casado es muy importante para una vida plena. Del mismo modo, el 29% de los hombres frente al 22% de las mujeres dicen lo mismo sobre tener hijos. Ciertamente, las cosas han cambiado bastante, aunque estos datos parezcan contradecir tanto las representaciones de la industria cultural que privilegia la imagen de la familia nuclear y feliz –o hace girar muchísimas tramas alrededor de su preservación– o las tendencias conservadoras que hemos apuntado antes.
Los datos dicen que no queremos tener hijos, aunque en España las encuestas también indican sistemáticamente que muchas mujeres tienen menos de los deseados
O sea, los datos dicen que no queremos tener hijos, aunque en España las encuestas también indican sistemáticamente que muchas mujeres tienen menos de los deseados, pero los deseos no vuelan en el vacío y se arraigan en condiciones materiales. Quizás lo que no queremos es tenerlos en las condiciones en las que se nos ofrece hacerlo. Es difícil, hay que renunciar a muchas cosas, pero parece que el modelo para hacerlo es preferentemente el de la pareja. Además, las exigencias de la maternidad han aumentado con el tiempo. En la clase media, el número de horas que las madres dedican a hacer actividades con los niños han escalado desde la década de 1960.
Además, el modelo sigue siendo el parejil. La pareja o el matrimonio, y aunque hayan mutado de forma considerable, siguen siendo formas de relación premiadas socialmente que te permiten encajar mejor y ser leídas socialmente, pero también están impulsadas por las regulaciones estatales. Esta forma de relación es el modelo privilegiado, una aspiración, un ideal que organiza las expectativas de vida, y que al menos, tendríamos que poner en cuestión. Sin embargo, la proporción de adultos jóvenes occidentales que viven en pareja está disminuyendo. Pero cuando se piensa en tener hijos, la manera en la que lo imaginamos en general sigue siendo el ideal de la familia nuclear pareja –pareja, casa, niño, perro–. (Sí, el perro es una aspiración bastante extendida en las clases medias urbanas). Parece que esta forma nos asegura no hacerlo solas y además un cierto apoyo económico. Claro que algunas mujeres están dispuestas a asumir la crianza en soledad –y algunas que no tienen más remedio que hacerlo–, pero sabemos que eso tiene un grado de complicación muy alto y exige también una serie de recursos económicos de los que no siempre se dispone.
La pareja o el matrimonio, aunque hayan mutado de forma considerable, siguen siendo formas de relación premiadas socialmente
Así que muchas lecturas que se hacen de por qué las mujeres no tienen niños es la de porque no han encontrado la pareja adecuada. Muchas de ellas interpretan su propia renuncia en esos términos y señalan eso en las encuestas. En realidad, en esas mismas encuestas, las cifras de los hombres que indican ese motivo para no haber sido padres es bastante más alta que la de las mujeres. Así que no deja de ser un dato difícil de interpretar.
Lo que está claro que es que la forma de vincularse en pareja como la ideal para criar a los niños nos captura socialmente –es lo más fácil en muchos sentidos– pero también captura nuestra imaginación. No es que no hayamos encontrado al hombre –o la pareja adecuada–, es que no hemos sido capaces de inventar otras formas para hacerlo. Hay que dejar de asumir que el ideal es la familia nuclear, emparejarse y tener niños, y que el problema son los hombres. Tendríamos que buscar salidas más allá de lo establecido socialmente.
No hay nada menos tradicional que la familia nuclear
El problema no reside en los hombres individuales, sino en la estructura social y económica que define el éxito y la realización personal en términos de familia nuclear. Estas expectativas continúan perpetuando desigualdades y limitando las posibilidades de vida plena para todos y todas, por lo que es necesario explorar y establecer nuevas formas de organización social que no dependan de la familia nuclear occidental. (Iba a decir “tradicional”, pero no hay nada de tradicional en ella porque las formas en las que la humanidad ha organizado la reproducción es muy plural a lo largo de la historia y en los distintos territorios. No hay nada menos tradicional que la familia nuclear.) Así que por muchas razones, que tienen que ver con el papel de la familia en el sostenimiento de la desigualdad entre hombres y mujeres, no hay feminismo sin crítica a la familia.
Quizás este modelo familiar tampoco sea el mejor espacio para criar –ni para tener más opciones de vidas más felices– y tengamos que inventar otros. Y aquí el estrechamiento de nuestra imaginación por la forma pareja –sea hetero u homosexual– implica que el esfuerzo que ponemos en buscar, mantener y organizar nuestra vida alrededor de esta forma de vincularnos, no lo ponemos en generar y sostener otro tipo de lazos y vínculos –de amistad, compadreo, compañerismo–. Tampoco lo dedicamos a inventar otras formas de familias o de coparentalidad que no pasen por las relaciones románticas. Aquí ya hay experiencias de todo tipo para hacer una crianza más colectiva –coparentalidad, grupos de crianza entre amigos y amigas, e incluso existen ya páginas web donde se pone en contacto a personas que quieren reproducirse de otras maneras que no impliquen crear parejas.
Nuestra propia forma de relacionarnos entre nosotras y con los propios niños tendría que cambiar mucho
Por supuesto, esto tendría que ir acompañado de un esfuerzo para que los cuidados sean apoyados comunitaria y socialmente; para ampliar las posibilidades de tener niños en nuestras propias condiciones, para ampliar la justicia reproductiva, como nos ha enseñado el feminismo negro. Es decir, sigue siendo necesario pedir más estructuras colectivas: escuelas infantiles, comedores colectivos, centros educativos recreacionales públicos –¿cómo es posible que existan los viajes del IMSERSO y no vacaciones subvencionadas para los niños?–. Si las ayudas sociales no incrementan la natalidad, tener recursos y apoyos al trabajo y la familia hacen que la aventura de reproducirse sea más compatible con vidas plenas, sobre todo para las personas más pobres.
Evidentemente no es fácil si los juzgados de familia están llenos de parejas donde un agente del Estado tiene que definir una regulación de las visitas y de las formas de organizar la crianza cuando una pareja se rompe de manera conflictiva, ¿cómo hacer cuando hay múltiples vínculos y figuras de referencia asociados a un niño? Nuestra propia forma de relacionarnos entre nosotras y hacia los propios niños tendría que cambiar mucho para que estas alternativas sean más sencillas. Pero por lo menos, vale la pena imaginarlo porque de lo que seamos capaces de inventar dependen en realidad nuestras posibilidades de vida y las de nuestros futuros en común.