La Eurocopa, que se juega hasta el próximo 14 de julio en Alemania, vuelve a exhibir todo el simbolismo normativo del deporte más popular en el mundo.
Por Juan Ortega Casas
Fuentes: https://www.elsaltodiario.com
Ha transcurrido ya casi un cuarto del siglo XXI y el deporte de élite masculino más importante del mundo sigue blindado ante cualquier tipo de diversidad sexual. A pesar de algunas declaraciones y acciones de ‘pinkwashing’ surgidas de las propias entrañas de sus estructuras, a día de hoy apenas se cuentan con los dedos de una mano los casos de futbolistas que han declarado públicamente una sexualidad distinta a la heteronorma. Ninguno juega la Eurocopa que estos días se disputa en Alemania. Allí no hay. En la liga española, tampoco. Esto es fascinante, sobre todo si se compara con la diversidad sexual existente en el fútbol femenino y con la naturalidad con la que sus protagonistas han abordado este debate.
Solo un entorno muy conservador, machista y cargado de prejuicios podría albergar un panorama así. Y ese es el fútbol masculino de élite, donde conviven salarios millonarios al más alto nivel, negocios en palcos, aficiones que en algunos casos destilan fascismo en coros y danzas —en otros, afortunadamente, lo contrario— y, en definitiva, una masa de espectadores que muchas veces ha naturalizado una aberración estadística: un mundo exclusivamente hetero donde escasean del todo referentes LGTBI que contribuyan a normalizar la diversidad sexual.
Decía que hay casos más que aislados que impiden afirmar que nunca jamás haya habido un solo gay en el fútbol profesional, pero si los enumeramos terminamos pronto. Jakub Jankto es el más reciente, de hecho es todavía jugador en activo, lo que tampoco abunda al hacer un repaso de referentes LGTBI en este deporte. Jankto pertenecía a un equipo español, el Getafe, cuando hizo pública su homosexualidad, si bien jugaba lejos de los estadios españoles, en concreto en su país, Chequia. Ahora ejerce su profesión en Italia.
Jankto ha sido de los (muy) pocos, aunque no el único: lo más cerca que nos queda aquí es el inglés Jake Daniels, un jugador del Blackpool, equipo de tercera división; luego, según se han hecho eco algunos medios, hay varios ejemplos más en Australia y Estados Unidos. Ninguno de ellos de especial relevancia para las selecciones de sus respectivos países. Están los que se retiraron y entonces se atrevieron a hacerlo público para contribuir a normalizar algo aún excepcional, como el alemán Thomas Hitzlsperger, subcampeón de Europa en 2008 y que hizo pública su homosexualidad al finalizar su carrera. Y quienes no están aquí para contarlo, como el inglés Justin Fashanu, fallecido en 1998.
En todo lo demás, el fútbol masculino presupone una heterosexualidad obvia y a todos los niveles, más allá de honrosas excepciones como algunas peñas de seguidores LGTBI en equipos ingleses como el Arsenal —apoyados por su club al celebrar el Orgullo en Londres—. Por lo demás, y especialmente en ligas como la española, queda todo por hacer. Por el momento, lo único que hay son voces críticas de futbolistas —destaca la del bético Héctor Bellerín— que alertan sobre este elefante en la habitación.
España, entre lo rancio y una lección a los racistas
La opresión que afecta al colectivo LGTBI es solo una de las muchas realidades injustas que imperan en el sistema de privilegios del fútbol masculino de máximo nivel. La preeminencia de los hombres frente a las mujeres es otra, y ello a pesar de que el fútbol femenino está ganando espacio y audiencia a una velocidad enorme. Si hablamos del ejemplo español, conviene recordar la tibia y tardía respuesta colectiva de los jugadores de la selección española en el ‘caso Rubiales’, con un comunicado en el que ni nombraban a la víctima de la agresión, Jenni Hermoso. A este respecto, el capitán del equipo, Dani Carvajal, llegó a poner en duda si realmente la víctima lo era.
Aquellos días quedaron a la vista complicidades e incomodidades de los chicos en un tema que dio la vuelta al mundo. Pero también hubo espacio para honrosas excepciones, como Borja Iglesias, el mencionado Bellerín o Xabi Alonso. Demasiadas pocas voces.
La actual selección española, en todo caso, concentra una paradoja interesante para quienes todavía disfrutamos de este deporte pese al negocio millonario que lo rodea: hay ranciedad en la convocatoria, sí, siguen los capitanes que simpatizan con la extrema derecha y los porteros que invitan a que los futbolistas no hablen más que de dar patadas a un balón y no se metan en política; pero también se da un fenómeno que tiene rabiando a los fachas de este país: si España está llegando lejos en la Eurocopa es, básicamente, gracias a una delantera formada por dos jugadores racializados y jóvenes, Lamine Yamal y Nico Williams, hijos de migrantes que llegaron a España tras pasarlas canutas, es decir, de personas que hoy representan el principal objetivo de los disparos discursivos de la ultraderecha en nuestro país. Por eso, su sonrisa al meter goles y volver loco al rival es la sonrisa de muchos aficionados que aborrecen y condenan el racismo hispano de corte imperialista y nostálgico.
El fútbol, da igual en qué formato, nos sigue atrapando a muchos y a muchas. Su potencia es tan brutal que paraliza la vida de un país si su selección llega a la final de un mundial o de una Eurocopa o de una copa de América. Ojalá no tenga que pasar mucho tiempo para que se le caiga de la solapa la caspa que aún le asoma.
Juan Ortega Casas
Historiador y periodista