Por Janio Mora
Fuentes: https://arainfo.org
Nuestras sociedades están inmersas en una dinámica donde lo que antes era claro se convierte en difuso y al hacerlo, la identificación de los problemas se convierte en una ardua tarea. Aunque siempre la han tenido, entrados ya en el siglo XXI, las palabras, en constante disputa, ganan una gran importancia. Quien nombra a las cosas está haciendo valer sus ideas por encima del resto. Por eso no es lo mismo decir, “daños colaterales” que “genocidio” o “reajuste de plantilla” en vez de “despidos masivos”.
Basta con prestar atención en las conversaciones de nuestro día a día para entender que hay un lado de la balanza que pesa más que el otro cuando nos referimos al término “política”. Esta ha sido relegada a ser entendida como aquella acción reservada exclusivamente al ámbito institucional o como a ese tabú prohibido de abordar en la cena de Navidad.
Saber la política de esta manera, sumado al hartazgo que existe por gran parte de la población hacia la clase política, en particular, y hacia un sistema, en general, incapaz de cumplir con sus promesas, acaba dañando de raíz a los horizontes de expectativa que entendemos como deseables, ya que se acaba considerando como un valor situarse al margen de la política al estar relacionada con connotaciones negativas.
No es de extrañar, entonces, que en las encuestas la importancia subjetiva que las personas otorgan a la política sea relativamente pequeña, siendo superada por otras áreas como la familia, el trabajo, los amigos, el ocio o la religión. Al estar el término “política” mancillado, mucha gente no visualiza que todas estas áreas mencionadas no pueden existir sin política.
Por el contrario, la política se encarga de gestionar de forma colectiva el conflicto permanente e intrínseco que existe en la sociedad y, por lo tanto, de atender desde diferentes puntos de vista los problemas comunes que nos repercuten como miembros de una sociedad. Afirmar esto es lo mismo que decir que la política llega hasta el último rincón de nuestras vidas, las cuales están completamente condicionadas por las decisiones fruto del intento de resolver los enfoques de las distintas formas de vida. En toda relación social existen elementos de poder, es decir, de política. Por eso se queda coja la afirmación de que la política la hacen los gobiernos, porque de manera directa o indirecta la hacemos todos y cada uno de nosotros y nosotras en nuestra cotidianidad. Incluso cuando adoptamos posturas indiferentes con lo existente, estamos dando una respuesta conformista con lo establecido y por lo tanto asumiendo sus luces, pero, sobre todo, sus sombras.
En el camino de la felicidad todos tenemos que afrontar las sombras que nos rodean, es decir, todos aquellos problemas que, como señala José Antonio Marina, parten principalmente de tres situaciones: (1) nuestras necesidades, deseos y aspiraciones personales; (2) la escasez de medios, y (3) la incompatibilidad de aspiraciones. Según el autor, “la felicidad es el cumplimiento de un deseo. La búsqueda de la felicidad es el cumplimiento de ese deseo”. Y como bien señala, “buscando la felicidad personal, el sujeto tiene que colaborar en la felicidad pública que la hará posible, para volver después a su proyecto privado, eso sí, habiendo ampliado sus derechos, pero también habiendo contraído obligaciones. Ese vaivén de lanzadera que parte del interés privado va tejiendo el tapiz de la felicidad pública”.
El problema aparece cuando se disgrega nuestra felicidad personal de la felicidad política. Con el auge del individualismo se entiende que las personas deben actuar dentro de la sociedad buscando, de forma egoísta, el beneficio personal y dejando en un segundo plano el beneficio colectivo. Esta práctica, cada vez más asentada por gurús y coaches de internet, instaura en el imaginario colectivo una lógica de actuación competitiva que tiene como resultado la aparición en nuestras comunidades de ganadores, pero sobre todo de perdedores. También conocidos estos últimos como lossers, se hace referencia a que el estado de estos, no tienen que ver con problemas estructurales socioeconómicos, sino con la falta de esfuerzo de la cual es la persona individual el único responsable.
De esta forma, olvidamos la constante conexión existente entre lo individual y lo colectivo y a su vez también olvidamos que para que una persona pueda desarrollar su felicidad personal va a necesitar de cierta estabilidad política que lo permita. A diferentes niveles, la evolución del rumbo político que vivimos nos afecta. Desde la instauración del alcantarillado en las calles que nos permite vivir de manera higiénica lejos de infecciones, hasta la construcción y utilización del derecho como herramienta fruto de la capacidad creadora y creativa del ser humano para hacer más vivible, entendida como justa, nuestra vida, que desemboca en el reconocimiento “en todos los seres humanos de algunas propiedades que hemos de respetar”.
Es verdad que, dependiendo de nuestros intereses, valores, identidades y afectos, sumado a la correlación de fuerzas existente, la dirección política puede ser perjudicial o beneficiosa para el conjunto. Independientemente de cómo sea, aunque no es difícil diagnosticar que el poder se halla en unas pocas manos que actúan a favor de sus intereses en detrimento del de los demás, lo relevante reside en cómo debe ser. La política, al igual que el ser humano, es capaz de cometer las mayores atrocidades, pero también las mayores bondades.
La comprensión de la historia la podemos hacer a través de lo que en cada época se considera la búsqueda de la felicidad. Debemos tener claro como objetivo que el deber reside en la búsqueda de políticas que adquieran de forma permanente en su agenda la mejora de nuestra calidad de vida colectiva, de una vida digna de ser vivida. Esto, aunque resulte obvio, no lo estamos llevando a cabo. Sucede así porque priorizamos vivir para trabajar en vez de trabajar para vivir, porque no somos capaces de asegurar las necesidades materiales básicas a una parte de la población, porque nos centramos en tener en vez de ser, porque construimos una sociedad enferma donde la autopercepción de soledad se dispara a la par que lo hacen los antidepresivos, porque en sociedades hiperactivas y aceleradas pararse a pensar es aburrido, porque partimos de conceptos de felicidad ligeros, instantáneos, de adquisición fácil y de pérdida mucho más simple, sumándonos a modas y tendencias con el objetivo de destacar sobre los que todavía no se han sumado a ellas, porque partimos de falsas creencias que nos empujan a la búsqueda de objetivos intoxicados que al no ser alcanzados nos frustran, porque hemos abandonado el pensamiento crítico abocados a renunciar a futuros distintos, permaneciendo de esta manera inmóviles.
Ante las radiografías hechas a nuestra sociedad que nos muestran cómo nos estamos dañando de muerte, incitando a la desesperanza y, por lo tanto, a la resignación, la política tiene que surgir como aquel elemento cotidiano que se aleja de los estereotipos que se le han asignado y, por el contrario, asumir responsabilidades colectivas con la capacidad de transformar la realidad y mejorar nuestra situación. La cuestión reside en establecer como sociedad aquellos valores que entendemos como necesarios en nuestro camino hacia la felicidad colectiva. Si entendemos que, para conseguir esta meta, debemos caminar a favor de la democracia, profundizando en la participación y la deliberación, tendremos que abordar la histórica contradicción que ha tenido esta con el capitalismo. Si nos dejamos robar la política, la acaban haciendo otras por nosotras. Eso significa dotar a una élite con capacidad de borrar la sonrisa de la cara a todas esas personas que no formamos parte de esta.
La sonrisa es el reflejo que expresa en nosotros la alegría. Ante la parálisis que provocan el miedo, la tristeza y la soledad, debemos tomar la alegría como aquella potencia transformadora de lo establecido. La alegría, que va de la mano del amor, saca lo mejor de los seres humanos y es necesaria para poner luz en aquellos rincones que siguen siendo oscuros y que todavía nos impiden derribar lo que Jennifer Guerra ha llamado “falsas fronteras”, entendidas como aquella forma de pensar y actuar que se interesa “sólo por el destino y la felicidad de quienes son semejantes a nosotros” obviando la responsabilidad que como miembros en sociedad tenemos hacia el otro.
Nos encontramos en un momento donde, como cantan Los Chikos del Maíz, se hace cada vez más necesario “defender la alegría como una trinchera, defenderla del escándalo y la rutina, de la miseria y los miserables, de las ausencias transitorias y las definitivas”.