Por Oli B.
Soy Elizabeth, tengo 36 años. Recuerdo que cuando tenía quince años venía del CCH Vallejo pues había decidido saltarme la última clase pues mi mamá se sentía mal. Eran las nueve de la noche cuando llegué al metro Peñón, estudiaba en el turno de la tarde. Mi mente divagaba preocupada por mamá. Pasé por las maquinitas y escuché que dicen: “Ahí va mi novia’”. Seguí como si nada.
Pasé por unas mueblerías y después doblé a la derecha. Al momento escucho los pasos de alguien corriendo, a todo galope como caballo desbocado, me pegué más a la guarnición de la banqueta para dejar el camino libre al animal sin control que se acercaba.
Fue un error.
Se fue acercando cada vez más hasta que sentí su brazo que rodeaba mis hombros, a la vez que una punta de navaja tocaba mi panza:
—Dame el dinero.
Reconocí la voz, “es él de las maquinitas”, pensé.
Saqué el monedero; llevaba puro cambio pues estaba juntando para unos cigarros, costaban $30. Se lo di. Pero no me soltó. Seguimos caminando hacia uno de los puentes cercanos y al bajar pasamos una cuchilla. Unos metros adelante está un parque en total abandono.
Él se detiene y me dice:
—¿Verdad que eres mi novia? Siéntate.
Su olor putrefacto a mona invadía mi cara y su lengua repugnante violaba mi boca, mientras que con sus manos estruja cada rincón de mi cuerpo. En mi mente pensaba cómo salir de allí.
Se pone a revisar mi mochila con mis libros de mate, filosofía y química, pero nada de esas cosas le importó. Fue cuando me atreví a pedirle:
—Deja que me vaya, mi mamá está enferma y soy la única con quien cuenta. Ha de estar muy preocupada porque no llego. Él me mira, pero sigue saciando sus instintos depravados sin decir ni una palabra.
—Anda, deja que me vaya. Y te prometo que mañana nos vemos afuera del metro.
— ¿Deveras?
—Sí, lo prometo. Así le aviso a mi mamá y nos vemos con calma y todo el tiempo que tú quieras. Pero hoy ya tengo que irme.
Ni un alma pasó por el lugar para poder pedir auxilio. El espacio y el tiempo fueron a su favor, ya quería irme. Lo convencí de dejarme ir con la condición de vernos al día siguiente en el metro Peñón.
—Te acompaño a tú casa.
—No, cómo crees, yo me voy, quédate a jugar maquinitas con el dinero que te di.
—Bueno, te acompaño a la esquina.
Me llevaba de la mano. Al llegar me besó y me tocó por última vez. Me fui, volteé para ver si me seguía y cada que lo miraba era decirle adiós con la mano. Cuando lo perdí de vista, corrí y corrí. Me detuve en una virgen para jalar aire y empecé a llorar. El miedo me invadió de nuevo y cerré la válvula de lágrimas para correr de nuevo hasta llegar a mi casa. Olvidé que traía llaves y toqué desesperada. Mi hermana salió:
—¿En dónde estabas? Son las 10:30 de la noche. Mi mamá ya te fue a buscar, está preocupada.
Ya no pude más y rompí en llanto. No podía hablar, sólo quería ahogar con mis lágrimas todo lo que me hizo el tipo, lavar el aroma repugnante impregnado en mi piel.
—Cálmate. Dime ¿qué te paso?—, decía mi hermana.
Ya sentada en la sala, le platiqué. Miré mis zapatos, el líquido escurría sobre mis piernas. Me oriné, no sentí en qué momento pasó.
—No pasa nada. Ve a bañarte, ahorita que lleguen mis papás yo les explico.
Me bañé pero ni las lágrimas ni el jabón quitaban esa sensación tan desagradable; quería rasgar mi piel, la náusea me invadía y no podía estar tranquila.
Llegaron mis papás dispuestos a darme una chinga.
—¿En dónde estabas, hija de la chingada?—, gritó mi papá.
Mi mamá, al verme, lloró y me abrazó. Mi papá no dejaba de regañarme y señalar que fue por mi culpa. Y amenazó que él lo vería mañana y a ver si aquél era tan gallito.
Al día siguiente fui al CCH. Tenía que ser un día normal, con la diferencia de que mi mamá y mis dos hermanas me esperarían en los torniquetes del metro Peñón. Llegué y pude sentir el latido de mi corazón golpeando mi pecho. Mi mamá alza la mano y las veo. También está él, el mismo tipo que me violentó, sentado en una accesoria.
Pasamos frente de él, cruzamos miradas y negó con la cabeza; su mirada fue amenazante. Atrás de nosotras iba mi papá, él traía un periódico enrollado en periódico. Mi mamá señala con la cabeza al tipo y mi papá lo confronta:
—Tócame a mí, desgraciado.
Y con su periódico le empezó a pegar. Y, al momento, brotaba sangre. Ahí supe que era un tubo de acero forrado con periódico. Forcejeaban, ambos con sangre. Él agarró a mi papá, lo cargó y lo tiró. Mientras, mi papá ni un momento dejó de pegarle con el tubo. Los carros pasaban y desde allí gritaban: “’ya déjalo”. Qué fácil es juzgar. Llegó la patrulla, vio por un instante, pero se retiró.
Al incorporarse los 2, mi mamá se acerca y le ordena: “Ya vámonos”. Mi papá alcanza a decir:
—A mi hija no la vuelves a tocar.
Paramos un taxi y nos fuimos a casa; al llegar se metió a bañar y lo revisamos, pues era de impacto toda la sangre que traía, queríamos curar las heridas, en caso de haberlas. La sorpresa es que mi papá salió intacto, toda la sangre era del enfermo depravado de unos 16-17 años que violó mi paz y degolló mi seguridad de andar por las calles, violó esa Liz interior. Abracé muy fuerte a mi papá y lloré. Él soltó una frase:
—Aquí estoy hija, no estás sola, por lo menos tuve la oportunidad de la revancha.