Por Carolina Vásquez Araya
La repetición irreflexiva de estereotipos construye muros y condena sin pruebas.
Preocupa observar la divulgación de conceptos discriminatorios, cuyo trasfondo indica cuánto más fácil es evitar el trabajo de analizar que elaborar una explicación fácil a nuestras frustraciones. Estos surgen cada vez que se menciona la importancia del respeto por los derechos humanos como una de las columnas fundamentales que sostiene las relaciones dentro de una comunidad. Desde hace mucho es posible observar cómo la mayoría repite: “cuando lo sufra en carne propia, dejará de defender a mareros y criminales”.
Es importante señalar que las obligaciones de cualquier instancia estatal o internacional dedicada a velar por el respeto a los derechos humanos no se limitan a velar por los de las personas correctas que viven dentro del marco de la ley. También incluyen vigilar que no se repitan los abusos que han llevado a nuestros países a convertirse en los más violentos, con cientos de miles de víctimas inocentes enfrentadas a conflictos armados más estratégicos que políticos, en los cuales muchas instituciones de los Estados se dedicaron a eliminar selectivamente a líderes populares y abrieron las puertas a la intervención de gobiernos extranjeros.
Los mareros, pandilleros, “vacunadores” -o como quiera llamarlos- aunque usted no lo crea, no pueden ser condenados sin oportunidad de un juicio justo. Para llegar a la raíz del problema los tiros, en este caso, han de apuntar al fortalecimiento y depuración de los sistemas de justicia, pero también hacia la reformulación de políticas públicas más orientadas al desarrollo y la sostenibilidad que al enriquecimiento de las élites. Muchos de los delincuentes que amenazan la seguridad ciudadana son producto del abandono de los Estados, con índices de corrupción vergonzosos y cuyos niveles de oferta educativa para las mayorías están entre los más bajos del mundo. Es inconcebible que la población tolere ser representada en las asambleas legislativas por individuos marcados por la corrupción, pero rechace enfáticamente el trabajo de instancias creadas para evitar la proliferación de escuadrones de la muerte.
Ve con impasible conformidad cómo diputados, jueces y gobernantes –entre los cuales los hay corruptos, abusivos, violentos y adictos al poder- se recetan exenciones de todo tipo, mientras permite que los fondos estatales destinados a salud, seguridad, educación, alimentación y vivienda sean saqueados por esos mismos vividores. En contraste con el discurso tibio y ambiguo de estos funcionarios, los informes de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos insisten en señalar claramente la participación directa o indirecta de agentes estatales en ejecuciones extrajudiciales, asesinatos de reclusos en las cárceles y operativos de limpieza social, y señala que los índices de violencia para países oficialmente sin guerra, están entre los más altos del mundo.
Repetir frases condenatorias hacia el trabajo de quienes creen en la protección de los derechos inherentes a nuestra condición de humanos, revela una pérdida de perspectiva cuyo poder desarticulador del tejido social constituye un retroceso moral en nuestras sociedades. Los derechos humanos son inherentes a todos nosotros, con independencia de nacionalidad, género, origen étnico o nacional, color, religión, idioma o cualquier otra condición. Defenderlos es deber de todos.
Los derechos humanos son condiciones inherentes a la persona que le permiten integrarse a la sociedad de manera digna.
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