Por Omar Nava Barrera
Es parte de un imaginario colectivo enaltecer el éxito de las juventudes, ¿pero a qué nos referimos con juventudes exitosas? El éxito como una meta impuesta, como una utopía monótona de la meritocracia capitalista; los sueños de las jóvenes generaciones como el combustible que necesita la maquinaria cuasi autónoma del capitalismo gore.
La realidad es que el grueso de la población mexicana la integran obreros y obreras que inician a temprana edad su andar proletario. El censo de población en 2020 nos mostró que de la población de 15 a 29 años sólo el 32% asiste a la escuela con una participación similar entre mujeres y hombres de tales edades (INEGI, 2021). Revelando que menos de la mitad de la población sigue en el camino incierto de la educación escolarizada.
Por lo tanto, de la población de jóvenes trabajadores de 15 a 29 años (que en realidad pondría en duda sí hasta los 29 años llega la juventud) el 59% se encuentra laborando en el sector terciario o sea comercio y servicios; el 29% en la industria y la construcción o también llamado, en términos formales, sector secundario y el 11% en el sector primario es decir agricultura, ganadería, caza y pesca (INEGI, 2021).
Los datos duros nos están mostrando que la mayoría de las juventudes trabajan desde temprana edad (incluso desde la niñez en muchos contextos de miseria). Una amplia mayoría que es negada por imaginarios colectivos de éxitos fantasiosos, porque el mismo relato de la escolaridad nos ha vendido la idea de que sólo avanzando de grados lograremos una vida loable, llena de triunfos y con la aprobación hegemónica del “statuos quo”.
El mito burgués de la escolaridad como el máximo logro social genera aspiraciones que desdibujan el piso del que partimos, es decir, invisibilizan los muchos otros factores estructurales que impiden, desde hace años, encontrar en la escolaridad la desaparecida movilidad social. Mientras el mito de la escuela como el mayor de los éxitos ha muerto, el campo de jóvenes trabajadores ha crecido, pero pareciera que no se es consciente de ello como tal. Es decir, cuando vamos por las calles más concurridas, en los barrios, en el transporte público y en las periferias nos daríamos cuenta de que muchos de los trabajadores y trabajadoras son jóvenes que ante los ojos del discurso meritocrático no alcanzaron el éxito en sociedades capitalistas que “te dan todas las oportunidades, herramientas y caminos” pero no lograron aprovecharlos, ¿por qué?.
Y siguiendo con la línea de la precariedad laboral que he venido trabajando en otros artículos del Machetearte y de APIA; siento la necesidad de trabajar de cerca y evidenciar la palabra de aquellas juventudes de obreros y obreras que poco son reconocidas en una sociedad mexicana sin consciencia de clase. Así mismo, el lenguaje cumple un papel importante al nombrar las cosas desde el valor de uso, desde los roles impuestos y desde la fuerza de trabajo que le imprimimos a las cosas para evitar la enajenación y el fetichismo. Es decir, es una necesidad que las juventudes, en tanto trabajadores precarizados, se nombren así, como la fuerza de trabajo necesaria pero a la vez excluida de otras oportunidades que les fueron negadas, o que su única oportunidad fue la preparación como técnicos calificados (en el caso, por ejemplo, de los bachilleratos técnicos como los Conaleps o Cetys).
Por otro lado pero en el mismo sentido, la tasa de desocupación también es considerable, ya que siguiendo con el rango de edades de 15 a 29 años, según los datos de INEGI (2021) existen 1.2 millones de personas desocupadas y, sin caer en discursos moralistas, ya sabemos dónde pueden ir a parar los jóvenes sin oportunidades dignas (delincuencia, drogadicción, narcotráfico etc.). Pero qué pasaría si desde las juventudes trabajadoras se comenzara a formar críticamente desde la consciencia de clase, porque el trabajo de base sigue siendo primordial y no sólo con estudiantes sino con las juventudes obreras de este país (albañiles/as, hojalateros/as, mecánicos, godines, electricos/as, etc.).