Por Melchor López Hernández
“Chinga tu madre… maestro de mierda”, pensó Ernesto al imaginar al profesor de Cibernética sentado en el escritorio, puntual, con su traje/corbata, gis/borrador, sonrisa hipócrita, llena de mierda. “Perro perverso”, le llegó a decir en su jeta Sonia, toda encabronada al enterarse de su calificación reprobatoria, a unos meses de inscribirse a la Universidad.
No mames.
Ese día Sonia lloró mucho. Un chingo de moco. El trazo de dignidad que le quedó fue el haber rechazado el acoso sexual de ese profe. “Un acostón y te pongo el 6 de calificación», le propuso el profe de Cibernética. Ante la negativa de Sonia el maestro únicamente sintió alivio cuando registró el 5 en la boleta de calificaciones. No así cuando más tarde vio la puerta de su auto con un rayón. ¿Quién fue?
Nadie lo supo.
La clase había iniciado. Eran las 7 am, con embarrados 18 años, y con asignaturas reprobadas, el camino de Sonia y Ernesto para la universidad se veía lejano. Ambos querían ir a Ciudad Universitaria. Los dos eran preparatorianos; buenos compañeros en varias clases. A esa hora Ernesto no tragó nada. Sólo se metió el humo de un cigarro. Con la panza vacía llegó directo al salón de clase a saludar a su camarada que escuchaba música. Otro de sus amigos manipulaba su celular. El ambiente en el salón se partía entre el docente y el alumnado. La clase no prendía.
Semejante a una competencia, todo era a favor de la indiferencia estudiantil. Instalado para iniciar la clase, Ernesto se envolvió con la mirada de Rocío. Se miraron a los ojos, sentía que Rocío era el amor de su alma. Siempre juntos desde que entraron al bachillerato, no se sonrojaron como la vez que uno le dijo al otro cosas cariñosas antes de fajar. Mientras, en la clase la indolencia apuntaba a la exposición del profe. Pura simulación de aprendizaje.
El profe siguió su rol. Sabía atenuar el castigo. No castigar era su poder. Ni jalar la disciplina. Autocontrol del silencio y manejo del grupo sin exigir. Marcaba su pauta, la sabía suya. Como personaje principal, se sentía el centro de la atención; y su juego era identificar su situación en medio de la tensión de poder y de tira-trancazos.
El profe, igual que el mandatario de un país o el patrón de una empresa, saben que castigar es dominar instrumentos e identificar el momento de la ejecución. Y también reconocen la cercanía y posibilidad de reacción, del contrapoder.
El Cibernético sabía de Weber. De Foucault casi memorizó que un poder no tiene que demostrar por qué aplica sus leyes, sino quiénes son sus enemigos. Primero,vigilar para identificar/codificar al contrario. Después,castigar.
Los pinches aguijones como extensiones de poder del Cibernético fue lo que se le metió a las entrañas a Sonia: “Sólo recuerdo que me miraba bien feo, tenía la mirada muy pesada. Un día me sorprendió. Cuando me percaté lo tenía cerca. Sentí que me agarraban el cabello. No comenté nada. Al poco rato me dijo: ‘Usted se va a ir a extraordinario’”. Y el profe cumplió su amenaza.
Y la tristeza impregnó a Sonia.
“Ese wey terminó reprobándome. Sentí que no iba a salir de la prepa, todo por él, pero la pasé en extraordinario con 8… He tenido ganas de regresar para decirle: ‘¿No que no, culero?’».
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