Por Romaric Godin
Fuentes: https://www.sinpermiso.info
La conversión de todo el sector tecnológico al trumpismo es fruto de su modelo de negocio. Para proseguir su lógica depredadora, ha encontrado una salida política útil en la extrema derecha.
Más allá del caso concreto de Elon Musk, la mayor parte del sector tecnológico parece unirse en torno a Donald Trump, su visión libertaria y autoritaria y su proyecto político y económico. El reciente apoyo de Mark Zuckerberg, antaño cercano al Partido Demócrata y que había excluido al presidente electo de Facebook e Instagram, ha sido la prueba más llamativa de ello.
Sin duda hay varias explicaciones para este cambio, y no se puede descartar el oportunismo. Pero una mirada más atenta a la economía política de la tecnología -en otras palabras, a la forma en que el sector es rentable- revela las fuentes obvias de este grito de guerra.
¿Cómo funciona este sector? Cada producto tiene sin duda sus especificidades, pero podemos esbozar las grandes líneas. En primer lugar, las empresas tecnológicas operan controlando los datos de sus usuarios. Estos datos, que se facilitan gratuitamente, alimentan los algoritmos que, a su vez, elaboran una «vida» idealizada desde el punto de vista de la empresa. Esta vida idealizada se utiliza para orientar las necesidades de los usuarios mediante recomendaciones, publicidad y, con la inteligencia artificial, «verdades» a seguir. El objetivo de esta «vida» paralela creada por la tecnología es hacer que los usuarios sean rentables y dependientes, dictando comportamientos elegidos por el capital tecnológico.
Los gigantes tecnológicos («Big Tech») tienen una visión depredadora de sus usuarios. Esta visión es, además, naturalmente expansionista. Para que sus algoritmos funcionen lo mejor posible y sean lo más rentables posible, necesitan controlar la mayor parte posible de la población. Para lograrlo, las Big Tech no sólo utilizan la tecnología, sino que también hacen un uso masivo de las finanzas. Apoyadas durante años por los bancos centrales, sus capitalizaciones bursátiles son masivas, y sus acciones pueden utilizarse para hacerse con el control de todas las empresas «innovadoras» del sector.
Esto les permite tanto protegerse de posibles competidores como ampliar sus bases de datos. De paso, también permite agrupar en su beneficio a las empresas más pequeñas del sector, cuyo único objetivo pasa a ser entonces ser absorbidas por las más grandes, y que se solidarizan así con los intereses de sus propios depredadores.
A estas alturas, la economía política de la Big Tech no se ha agotado, pero un elemento central ya es evidente: se trata de un sector rentista cuyo funcionamiento pretende emanciparse de la competencia y de los cambios en el clima económico. El núcleo de este rentismo es la depredación de usuarios y tecnologías.
Una carrera por la hegemonía social y económica
Para obtener beneficios, las Big Tech practican la optimización fiscal a gran escala. También necesitan recursos baratos y abundantes. La economía digital no está «desmaterializada» como se entiende con demasiada frecuencia: al contrario, depende en gran medida de una energía abundante y barata y de materias primas muy tangibles. Los datos se almacenan en servidores que consumen mucha energía, y los terminales utilizados requieren un consumo desenfrenado de metales más o menos raros.
Este consumo está destinado a crecer rápidamente, por dos razones. En primer lugar, porque la dependencia de los usuarios se mantiene mediante la creación de nuevas necesidades, que presuponen «innovaciones» que consumen energía y materias primas. Lo vemos con la inteligencia artificial (IA), que requiere tanto nuevos materiales como un volumen de energía sin precedentes, pero también con otras «innovaciones» del sistema, como los nuevos teléfonos o las criptomonedas. Según la Agencia Internacional de la Energía, los centros de datos, la IA y las criptomonedas podrían consumir 1.000 teravatios hora (TWh) en 2026, lo que equivale al consumo actual de un país como Japón.
A esto se añade la necesidad hegemónica de tecnología. Hemos visto que se trata de un elemento central de su modelo de negocio: hay que llegar cada vez a más personas en ámbitos cada vez más presentes en su vida cotidiana. En otras palabras, aunque las innovaciones unitarias de la tecnología consumieran menos energía y recursos (lo que rara vez ocurre), la necesidad de llegar al mayor número posible de personas multiplica la necesidad de consumir estos recursos. Esta es la trampa en la que cae toda lógica de «crecimiento verde». Pero es particularmente cierto para este sector.
Por último, para producir beneficios, la tecnología necesita una mano de obra sumisa. A dos niveles. En primer lugar, internamente: para mantener bajos los costes laborales, las grandes tecnológicas acostumbran a reprimir a sus empleados. La imagen de la empresa «guay» con futbolín hace tiempo que pasó a la historia. Como recuerda la escritora británica Grace Bakeley, Elon Musk siempre ha luchado contra la creación de un sindicato en Tesla. Más tarde defendió la idea de despedir a quienes amenazaban con hacer huelga, mientras que en SpaceX fue criticado varias veces por no respetar la legislación laboral. Esta batalla contra los sindicatos también está en el centro de las acciones de Facebook y Amazon.
De forma más general, las empresas tecnológicas tienen poco apetito por el pensamiento crítico sobre sus propias acciones. Como hemos visto, su objetivo es construir una vida ideal (desde su punto de vista) para sus usuarios, a la que estos tendrán que ajustarse. En palabras de Guy Debord, la Big Tech es la sustitución de lo no vivo por lo vivo, es decir, del capital por el trabajo. La representación algorítmica del mundo debe primar sobre todo lo que se experimenta directamente. A partir de ahí, cualquier acción o pensamiento crítico con la dominación es una amenaza para el modelo económico del sector.
Presión sobre las rentas tecnológicas
Los beneficios de las grandes empresas tecnológicas proceden, pues, de una renta que se basa a su vez en la captura de recursos materiales y de vidas humanas. Como escribió la periodista de investigación Julia Angwin en el New York Times sobre Mark Zuckerberg, éste «no gana su dinero innovando, sino haciendo política». Mientras crecían al amparo del Estado, estas empresas defendían el orden existente. Así podían alabar a una sociedad democrática liberal que les permitía prosperar.
Pero el poder adquirido por las Big Tech las ha elevado al nivel de los gobiernos, con los que se han convertido en competidores. Los gobiernos han reaccionado de dos maneras. Algunos, como Francia, desplegaron la alfombra roja en las famosas jornadas «Elegir Francia» en Versalles, donde Emmanuel Macron, que también bajó los impuestos sobre el capital para complacerlas, trató de congraciarse con ellas. El objetivo era aprovechar su poder para mejorar el crecimiento del país.
Otros, como Brasil en su reciente enfrentamiento con X, han tratado de regular las grandes tecnológicas y volver a ponerlas bajo control estatal. Otros, como China, han lanzado sus propias empresas para competir con la tecnología estadounidense, con cierto éxito.
Este conflicto con los gobiernos ha adoptado muchas formas, ya sea en el ámbito de la regulación de datos, la normativa medioambiental o la evasión fiscal. Aunque no todas estas medidas ponen en peligro inmediato la supervivencia de los grupos tecnológicos, sí cuestionan su modelo de negocio al desafiar su hegemonía.
A cambio, el sector tecnológico ha tratado de liberarse de las normas, sobre todo en el sector financiero, donde, para evitar las normas de transparencia y divulgación, las empresas son cada vez más reacias a cotizar en bolsa.
A finales de la década de 2010 y desde la crisis sanitaria, la situación se ha endurecido. Aunque las grandes tecnológicas son un negocio depredador, su modelo se basa en capturar el valor que ya se ha creado. En otras palabras, cuando, como ha sucedido desde 2008, el crecimiento se ralentiza bruscamente, su modelo entra en dificultades porque cada vez es más difícil capturar más valor. Por ello, han tratado de crear nuevos «productos», como el Metaverso de Meta, más o menos abortado, el «NFT» y, ahora, la inteligencia artificial. Pero estos desarrollos son caros y ofrecen rendimientos inciertos.
Meta es sin duda el mejor ejemplo de esta tendencia. Sus perspectivas de crecimiento son débiles, sus innovaciones decepcionantes y TikTok amenaza su dominio. Como señala Julia Angwin, Meta es el ejemplo de un grupo «que se ha quedado sin ideas». Esto es bastante lógico, dado el sistema inherente al capitalismo tecnológico contemporáneo, centrado en la captura.
Si bien estos grupos son, por tanto, «tecnofeudales» en el sentido de que se centran en la captura y la renta, siguen integrados en el marco más global del capitalismo: dependen de la producción de valor y de su crecimiento, y no son inmunes a la aparición de competidores capaces de concentrar el mismo poder.
Para sortear estos obstáculos y reforzar su hegemonía, las Big Tech se ven lógicamente abocadas a desafiar toda regulación estatal y toda restricción a la explotación de la naturaleza, pero también a apoyar la escalada con China, su único competidor, y a reducir toda forma de protesta entre la población.
Aquí es donde estos grupos se alinean lógicamente con las obsesiones de la extrema derecha estadounidense, encarnada por Donald Trump. Para asentar su hegemonía, nada mejor que poder apoyarse en el Estado más poderoso del mundo. Elon Musk lo entendió antes que nadie. Pero no hay que olvidar que Microsoft, Meta, OpenAI, Google y Uber también han financiado en gran medida la campaña del presidente electo republicano.
El programa de Trump para 2025 refleja en gran medida los intereses de este sector. Su imperialismo se vuelve así claramente depredador, buscando, si es necesario mediante la anexión de Canadá y Groenlandia, controlar los recursos minerales y energéticos necesarios para el desarrollo de la IA. Al mismo tiempo, este imperialismo pretende someter a los «aliados» de Estados Unidos a los intereses de la Big Tech chantajeándoles sobre las regulaciones tecnológicas. O se levantan estas regulaciones, o Estados Unidos desencadenará aranceles y el abandono militar de los Estados afectados.
Esta lógica también se aplica a China. La administración Trump utiliza la amenaza de imponer aranceles del 60% a los productos chinos para imponer un acuerdo comercial mundial en el que, según las últimas informaciones, Washington situaría la protección de sus tecnologías en el primer lugar de sus prioridades, al tiempo que no impediría la continuación de la subcontratación en China ni el acceso al mercado chino, muy importantes para las Big Tech.
En política interior, el Estado que flexiona sus músculos en el extranjero se está reduciendo considerablemente. Hay que levantar las regulaciones medioambientales y financieras. Hay que reducir el propio Estado, pero no de cualquier manera. Se trata tanto de desapoderar al Estado en beneficio del sector privado, para proporcionar a éste nuevos mercados, como de poner la gestión de la administración bajo el control de los gigantes tecnológicos. Según el New York Times, el departamento que dirigirá Elon Musk para «mejorar la eficacia del sector público» enviará a los jefes de Silicon Valley a las agencias gubernamentales para redefinir su trabajo.
Así pues, lejos de ser, como podría pensarse desde lejos, una tutela del sector tecnológico, el movimiento actual es más bien una tutela del Estado por este mismo sector, que lo utilizará en función de sus intereses.
El alineamiento del sector tecnológico con la extrema derecha ha hecho posible este dominio. El origen de este alineamiento se encuentra en la necesidad de Big Tech de controlar las mentes. Durante mucho tiempo, algunos vieron en las grandes tecnológicas la vanguardia del «capitalismo woke». Pero esta apertura era oportunista y pretendía ampliar la base de usuarios para incluir a las minorías. En realidad, había que combatir todos los elementos emancipadores en la medida en que limitaban la dominación de los algoritmos y la alineación de las necesidades individuales con las del capital.
Al aumentar la presión sobre el sector, se creó un enemigo, el «wokismo», que, al desafiar la lógica de la dominación y, por tanto, de los algoritmos, se convirtió en el adversario de la «libertad de expresión». El movimiento permitió equiparar esta «libertad de expresión» con los algoritmos que debían reflejar fielmente el espacio público. De este modo, las Big Tech vincularon las necesidades del capital tecnológico a la libertad individual.
Naturalmente, este desarrollo las acercó a la extrema derecha, que también ofreció una poderosa salida política a sus necesidades. Como señala Grace Bakeley, «los políticos que dicen “aplastad a los sindicatos” no ganan elecciones, pero los que dicen “deportad a los inmigrantes” sí». Como, además, el contexto de bajo crecimiento exacerba las cuestiones de distribución dentro del mundo del trabajo, la Big Tech ha llegado a apoyarse de forma bastante natural en una corriente xenófoba, «antiwoke» y antisocialista.
La alianza entre el capital tecnológico y la extrema derecha es, por tanto, el resultado natural de una profunda evolución del capitalismo contemporáneo. Responde a intereses ajenos a los de la sociedad y los individuos que la componen, para mantener, cueste lo que cueste, una lógica de depredación.Romaric Godin periodista desde 2000. Se incorporó a La Tribune en 2002 en su página web, luego en el departamento de mercados. Corresponsal en Alemania desde Frankfurt entre 2008 y 2011, fue redactor jefe adjunto del departamento de macroeconomía a cargo de Europa hasta 2017. Se incorporó a Mediapart en mayo de 2017, donde sigue la macroeconomía, en particular la francesa. Ha publicado, entre otros, La monnaie pourra-t-elle changer le monde Vers une économie écologique et solidaire, 10/18, 2022 y La guerre sociale en France. Aux sources économiques de la démocratie autoritaire, La Découverte, 2019