Por Eduardo Nava Hernández
Como todos sabemos, en 1996 el gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León estableció en México el sistema de ahorro para el retiro como una reforma radical a la política tradicional de jubilaciones.
Las razones de fondo para los cambios operados no se hicieron públicas en su totalidad, pero las conocimos en su momento a través de técnicos que estuvieron en ese proceso. En medio de la crisis financiera más profunda desde 1929, desatada en diciembre de 1994, con una banca recién reprivatizada por Carlos Salinas de Gortari, con la también reciente integración de México a la OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, el club de naciones desarrolladas) y la entrada en vigencia del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, el nuevo gobierno zedillista diagnosticó: el ahorro interno era muy insuficiente para dar fortaleza al sistema bancario. Y cómo no iba a serlo, si los salarios reales llevaban ya —crisis previas de por medio, las de 1976 y 1982— dos décadas de depreciación acelerada que mermaba desde luego la capacidad de ahorro de las familias. Con fugas recurrentes de capitales, los excedentes generados en el país se trasladaban y depositaban en muy otros lares, tanto en los Estados Unidos como en paraísos fiscales. Por otro lado, otros de los problemas, también estructurales, del sistema fiscal eran la insuficiente captación y el pago de jubilaciones a una población trabajadora que había alargado ya su esperanza de vida y lo seguiría haciendo.
Para fortalecer, entonces, el sistema bancario y financiero interno se decidió crear el ahorro forzoso de los trabajadores para su retiro, un esquema institucional aplicado originalmente en el Chile de la dictadura militar por indicaciones de sus asesores económicos: Milton Friedman y sus discípulos, conocidos como la Escuela de Chicago. Ese ahorro vendría a resolver, se pensaba, el doble problema: el de la insuficiencia de recursos manejados por la banca y el de la carga fiscal para el Estado y la seguridad social. Se creó por ley la figura de las Administradoras de Fondos para el Retiro, con capital privado (salvo la del IMSS, de capital estatal, establecida por demanda de varios sindicatos nacionales, aunque más adelante se la asoció con el capital privado del grupo Banorte) y una institución reguladora, la Consar, Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro. Ahora se descontaría un porcentaje del salario de cada trabajador y los patronos también tendrían que hacer aportaciones para constituir fondos adjudicados a las cuentas individuales de cada asalariado, según sus aportaciones.
El sistema por el que las pensiones jubilatorias se pagaban con las cuotas por seguridad social de los trabajadores en activo desapareció, para hacer de las afores el gran negocio financiero del siglo. Un fruto neto y jugoso del “neoliberalismo”, ya declarado por “ya saben quién” como desaparecido.
Si bien el nuevo sistema no funcionó para dar certidumbre y un nivel de vida digno a los jubilados, sí resultó perfecto para los banqueros y empresarios que pasaron a controlar las afores. Los fondos acumulados que en la actualidad manejan son de más de seis billones de pesos, casi una cuarta parte del PIB anual del país, acumulado con las aportaciones de los propios trabajadores que, en el discurso, serían sus beneficiarios. Esos fondos se incorporan a inversiones no siempre productivas sino también en valores, con los riesgos consustanciales a este tipo de mercado. Las pérdidas siempre son cargadas a los cuentahabientes, no al capital de las afores.
Muy pronto el sistema pensionario privatizador exteriorizó sus grandes limitaciones e inconvenientes. La persistencia de los bajos salarios, y por tanto los ínfimos niveles de ahorro, anularon las cuentas individuales como opción para una jubilación desahogada para el trabajador. Por otro lado, la economía informal y el desempleo o subempleo se convirtieron en un gran dique a los fondos mismos y al retiro. En 2020, el 46.1% de la población de 65 años o más contaba con ingresos inferiores a la línea de pobreza por ingresos (LPI), según el Coneval. Aunque ha habido una leve reducción con respecto a 2018, la pobreza sigue siendo muy amplia en ese grupo de edad. La pensión de Bienestar, seguramente ha servido para esa ligera disminución: en el mismo año de 2020, el 55.7 % de las personas mayores contaba con ingresos por pensión no contributiva (programas sociales), con un monto promedio de mil 292 pesos por persona al mes.
No puede haber ninguna duda: el sistema de Afores que se estableció en 1997 no fue planeado para, (ni ha sido nunca en beneficio de) los trabajadores en situación de formalidad, sino de los bancos y empresas que desde entonces han manejado esos fondos.
Como se recordará, en el voluminoso y variopinto paquete de reformas constitucionales y legales que el presidente López Obrador anunció el pasado 5 de febrero que enviaría al Congreso, en el contexto de la presente contienda electoral estaba el de duplicar el monto de la pensión universal ya establecida para los mayores, y también garantizar que las pensiones de retiro por vejez a los trabajadores que han cotizado al IMSS desde 1997, y al ISSSTE desde 2007, no sean menores que el último salario recibido.
Desde entonces, economistas y actuarios pusieron en duda la sostenibilidad financiera de semejante sistema pensionario, y el gobierno tuvo que exponer sus posibles fuentes de financiamiento: extinguir los fideicomisos del Poder Judicial, un fondo que por los recursos interpuestos por los trabajadores del mismo, aún no está y difícilmente estará en manos de la Secretaría de Hacienda; los montos manejados por el Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado, que en vez de servir para indemnizar o resarcir a las víctimas de la delincuencia se emplearían para pagar dichas pensiones; y las muy improbables ganancias —cuando en un futuro las haya— de los megaproyectos del sexenio, como el Tren Maya, el Corredor Transístmico y el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles. En resumen, ingresos inciertos y aun dudosos que hacen inviable ese esquema pensionario; pero la oferta de carácter electoral, asumida como todas las reformas anunciadas en la fecha mencionada por la candidata oficial Claudia Sheinbaum, ya estaba hecha.
Para no quedarse atrás, la coalición electoral opositora ofrece también «mejorar» la pensión universal, bajando de 65 a 60 años la edad para ser beneficiado. Nada han clarificado la candidata Xóchitl Gálvez o sus voceros acerca de cómo obtendrían los recursos para hacer efectiva esa prestación a ese nuevo universo de beneficiarios.
Así, tanto el gobierno federal y su partido como la oposición han hecho del tema de las pensiones por vejez un uso claramente electoral, más que propuestas con auténtico sentido social. Ni una ni otra tendencia política ha planteado —no lo harían nunca— sustituir el sistema pensionario neoliberal para restituir el sistema de base solidaria intergeneracional. Pese a la anunciada liquidación del llamado neoliberalismo, en el caso de las afores, como escribió Juan Ruiz de Alarcón en La verdad sospechosa, “los muertos que vos matáis gozan de cabal salud”.
Para constituir un fondo de pensiones con esquema solidario intergeneracional habría, al menos, que subir todos los sueldos y salarios, incluidos aquellos a los que aún se aplican los nefastos topes, ahora supuestamente justificados como «austeridad». Son la clase capitalista y los gobiernos que siempre la han servido los que han mantenido en niveles de tragedia los salarios y pensiones jubilatorias de los trabajadores mexicanos. En segundo término, se requeriría combatir a fondo la informalidad en la que más de la mitad de la población económicamente activa se encuentra, y también por tanto al margen del sistema jubilatorio. Pero, sobre todo, en tercer lugar, habría que elevar el impuesto sobre la renta a la gran burguesía mexicana y extranjera y sus empresas, que han sido los grandes beneficiarios, por muchas décadas, del empobrecimiento laboral y la informalidad, así como gravar las ganancias inusitadas y especulativas que esa capa de capitalistas y empresas se embolsa sin empacho.
Como para el gobierno morenista esos objetivos están fuera de su alcance y de sus intenciones, el problema es de dónde sacar para cumplir con el electoralmente prometido óptimo sistema pensionario. Cualquier cosa, menos elevar el ISR a los amos mexicanos y extranjeros y a sus empresas gigantes. Mejor expropiar las cuentas de las afores llamadas «inactivas», cada una de las cuales tiene nombre y apellidos. ¡Al fin que son de trabajadores que hicieron aportaciones! Esos fondos no alcanzan, pero algo es algo.
La oposición, por su parte, feliz feliz, ya tiene un nuevo banderín de campaña para agitar: señalar el «robo» y «despojo» a los cuentahabientes de afores y asumir coyunturalmente su defensa, aunque esos partidos son corresponsables del lucro de las afores con los fondos individuales. La polarización es total en los discursos y las redes sociales. Los legislabots del presidente aprobarán sin cambiar una coma la acción expropiatoria. No se trata sólo de ganar la presidencia y la mayoría parlamentaria, sino que de ese triunfo depende la reelección de muchos de ellos.
Los dueños de las afores, parte de los amos del país, y la Amafore que los agrupa, contrariamente al decir de los voceros gubernamentales, no objetan en lo más mínimo la iniciativa presidencial. Les quitarán menos del 1 % de los recursos con los que lucran cada día y no les tocarán ni un peso de sus capitales propios. La expropiación es a los cuentahabientes mayores de 70 años, o a sus beneficiarios, cuyas cuentas sean clasificadas como “inactivas”.
La inactividad de esas cuentas, me parece, puede deberse a tres motivos: fallecimiento del titular, emigración, o haber pasado el trabajador del sector formal al informal o al desempleo. En la primera situación, sus deudos o beneficiarios tendrían derecho a recuperar esos ahorros; en el segundo y el tercero, lo tendrían los propios titulares. Son alrededor de 4 millones de cuentas personales que suman unos 40 mil millones de pesos. Las sumas confiscadas no serán ni lejanamente suficientes para fondear las incrementadas pensiones, pero se afectarán derechos individuales de millones de trabajadores o ex trabajadores y sus beneficiarios.
¿Y en qué se emplearán esos recursos en manos del gobierno? En los países de mayor desarrollo los fondos de pensiones, ya sea que los administren organismos privados o el Estado, se utilizan para inversiones productivas que rinden ganancias y dividendos. Algunas de esas manejadoras de fondos son accionistas mayoritarias de grandes empresas. El pellizquito que la «4T» quiere quitar a la gran burguesía enriquecida con las Afores, en cambio, lo va a emplear para… fondear otras pensiones. Mera táctica electoral.
La salida a la precarización del retiro, que se ve en el horizonte actual, no está en expropiar las cuentas individuales no activas de las Afore, insuficientes a todas luces para cumplir eso que antaño se llamaba justicia social. Lo que se debería discutir realmente es si el procedimiento escogido por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador para sostener la pensión del Bienestar, de expropiar las cuentas llamadas «inactivas», que tienen en todos los casos titulares o beneficiarios, es correcta. No hay ni se plantea un programa viable y planeado de transición del sistema de cuenta individuales a uno de jubilaciones solidarias. Nuevamente prevalece la improvisación, con un claro sentido electoral. El sistema friedmaniano-pinochetista de saqueo se mantiene y se mantendrá incólume. Vendrán también amparos y juicios de inconstitucionalidad; pero lo esencial para la sedicente “Cuarta Transformación” se llama 2 de junio.
Serían los trabajadores y sus representantes los primeros que debieran ser consultados e incorporados a la discusión, en parlamento abierto y foros de consulta, para llegar a una propuesta democrática que realmente satisfaga las necesidades de retiro de la clase laborante. No es ésta la que está por aprobarse en nuestro Congreso por lo que en los tiempos del priismo omnipotente se llamaba la “mayoría mecánica”.
Publicado en rebelión.org