Editorial
El próximo 7 de Junio se realizarán en México la elección a nivel federal de 500 diputados al Congreso de la Unión, 993 alcaldías, 20 juntas municipales y 16 delegaciones del Distrito Federal. Además, se elegirán gobernadores en 17 estados. El costo de este proceso para el pueblo de México será de 18mil 500 millones de pesos. Tenemos además una nueva Ley electoral aprobada por los mismos partidos en el 2014 y un nuevo Instituto Nacional Electoral que “se encargará de vigilar que las campañas y el proceso electoral se mantengan en los márgenes de la ley”, es decir, que no haya compra de votos, manipulación televisiva, ni infiltración del narcotráfico en las esferas del poder.
Con ese dinero y estas nuevas leyes las campañas electorales arrancaron sin ninguna novedad: es decir, persisten las guerras sucias, la compra de votos, asesinatos, infiltraciones y en general una constante violación de los procesos. El caso más cínico ha sido el del Partido Verde Ecologista de México (que nunca ha funcionado como un partido que defienda una ideología y programa ecologista) quién ha invadido todos los espacios públicos con anuncios que claramente superan sus topes de campaña, y bajo el cálculo ominoso de que “sale barato” violar la ley, si eres el Partido de choque del PRI, es decir, asumiendo que los beneficios de poder manipular a más gente, supera el castigo económico que le puedan imponer.
Las campañas del INE invitan a la gente a pensar y elegir el voto, informarse de las propuestas y elegir con conciencia. El dilema político electorero, se reduce así a la preguntas de siempre: ¿Por quién votar? ¿Anular? ¿Abstenerse? Sin embargo el dilema es falso, en primer lugar porque no es verdad que haya una diversidad de alternativas partidistas. En realidad, los partidos políticos mexicanos, hace tiempo que dejaron de tener diferencias ideológicas o programas estructuralmente diferentes. Ellos operan ya como empresas políticas que mantienen a 88 castas y familias en el poder desde hace décadas. Sólo se cambian de partidos o de cámaras, pero al final, los candidatos no varían en función de sus propuestas, sino de sus estrategias de mercado. México tiene ahora 10 partidos políticos, pero una misma clase política aliada de las grandes empresas, que pretende erigirse como nueva dictadura partidista-empresarial. En este escenario, no importa mucho por quién votar, al final la clase política siempre saldrá beneficiada, y aún en el caso de un abstencionismo generalizado, los partidos asumirían con cinismo la legalidad (aunque ilegítimo) de su poder.
La cuestión no es votar o no votar, sino cómo democratizar este país. La situación exige entonces pensar mucho más allá de la simple boleta electoral, porque ni toda la política es democrática, ni la democracia puede reducirse sólo al voto. La democracia es la capacidad efectiva de un pueblo para mandar obedeciendo, es decir, para ejercer su poder soberano y guiar el país, sus instituciones para su beneficio social. Por ello Democracia y Justicia, van de la mano. La democracia efectiva se traduce como una lucha constante contra la tiranía del poder, ya sea de una clase económica, o política, es decir, socializar cada vez más las decisiones que nos afectan a todos: salario mínimo, uso de los impuestos, prioridades de salud, vivienda, transporte público, etcétera.
Existen muchas imágenes desgarradoras de la farsa democrática que vive México y que cuestionan de manera radical el sistema electorero y partidista mexicano: Por nombrar sólo algunas podemos ubicar en primer lugar la masacre y desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa. Crimen cometido por las policías y la corrupción de los tres niveles de gobierno y con la corrupción de candidatos y gobernantes de todos los partidos. Como otras masacres de Estado, este crimen ha quedado impune y más aún, las alertas de los padres para que se examinara a cada candidato para impedir que en Guerrero y en otras partes del país, el crimen organizado se infiltrara, fue rechazado por los mismos partidos e instituciones electorales. La segunda es el encarcelamiento de los líderes de policías comunitarias que se han alzado para defender a sus comunidades de la corrupción de sus policías locales, ejército, y gobernantes, es decir, se afirma que el pueblo no tiene ningún derecho a ejercer su poder soberano. Una más es el despido de la periodista Carmen Aristegui, que debe entenderse como una venganza del gobierno priísta de Peña Nieto contra aquellos periodistas que exponen los abusos de la clase política. Finalmente, en los últimos días se ha expuesto los audios del Consejero Presidente del INE, donde se mofa racistamente de representantes indígenas que habían asistido a un foro contra la discriminación.
Frente a esta crisis de justicia y la farsa democrática que vivimos, la cuestión sobre el qué hacer, no cabe ya en tachar una boleta, o en quejarse silenciosamente de las instituciones. Se requiere construir un poder popular, es decir una democracia participativa, un poder que pueda derrocar a los malos gobernantes, e impedir que nadie llegue a un puesto de poder, sin antes haber luchado por la justicia de sus comunidades.
México puede cambiar, pero no será por elecciones, sino por una transformación creciente de las instituciones desde la ciudadanía, pues los autoritarismos e imposiciones se esparcen en toda la red de instituciones públicas y las empresas privadas.
Es mentira que no se puede hacer nada. Hay gente haciendo algo; elijamos un frente, una institución, una localidad, un espacio público, tu propia escuela o lugar de trabajo y luchemos ahí contra las imposiciones partidistas y políticas de candidatos o gobernantes.
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