Por Miguel Salas
Fuentes: //www.sinpermiso.info
Lenin no está de moda, pero sigue provocando un enorme interés. En el Index Translationum de la UNESCO, que mide la estadística de los autores más traducidos a nivel mundial, Lenin aparece en el séptimo lugar. No está nada mal para alguien que no está de actualidad. Parecía que el centenario de su fallecimiento iba a pasar desapercibido y sin embargo por todo el mundo se están organizando debates y conferencias, se publican centenares de artículos y editan numerosos libros, expresión de que sigue siendo una fuente de inspiración para responder a los desafíos actuales. Entre el año pasado y este se ha publicado Mi vida con Lenin, de la que fue su mujer N. Krupskaia, reeditado dos biografías, el Lenin del filósofo húngaro G. Lukács, un estudio sobre El hermano de Lenin, la reedición de Conocer Lenin con trabajos de Francisco Fernández Buey, las Tesis de Abril de Lenin y una selección de textos publicados por Txalaparta bajo el título Todo el poder a los soviets. Con el mismo título la editorial Tigre de Paper ha editado una selección en catalán y también se ha publicado un texto de Máximo Gorki titulado Lenin. Parece que el muerto está bien vivo.
Entre la numerosa producción política de Lenin sigue siendo de completa actualidad su análisis sobre el Estado. No todas las sociedades necesitaron del Estado, éste surge a partir de un determinado desarrollo y de la división de la sociedad en clases sociales y cada etapa histórica tuvo el que se ajustara a sus necesidades, desde el esclavista o el feudal hasta el Estado moderno. En los inicios del capitalismo el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) concebía la vida social como una guerra de todos contra todos y el Estado como el organismo necesario para evitar el enfrentamiento, al que los ciudadanos transferían parte de su libertad individual a cambio de seguridad. Es el Estado protector y absoluto que se eleva por encima de la sociedad. El filósofo alemán Hegel (1770-1831) presentó al Estado como un ideal de la razón absoluta, algo así como la expresión más acabada para conciliar el interés particular y el general. La teoría del Estado se utiliza para justificar los privilegios y la explotación, por eso no hay que esperar imparcialidad en esta cuestión. Tuvo que ser el marxismo quien despojara al Estado de toda superchería para expresar de una manera simple y clara lo que es: un instrumento de dominación de la clase dominante sobre el resto de las clases sociales, una herramienta para regular y asegurar la continuidad de la sociedad capitalista.
Construir sobre las ruinas
Todavía la revolución rusa de 1917 no había hecho acto de presencia cuando Lenin empezó a preparar el que sería su libro El Estado y la revolución. Meses antes, en un cuaderno de tapas azules, se había dedicado a estudiar y anotar lo que los fundadores del marxismo habían escrito sobre el Estado a partir de las experiencias revolucionarias del siglo XIX, particularmente de la Comuna de París. Le daba tanta importancia que temiendo que le asesinaran a su regreso a Rusia le dijo a su camarada Kámenev: “Si me dan matarile, por favor, publicad mi cuaderno de notas”. Las reflexiones de ese cuaderno fueron fundamentales en el fragor revolucionario y, cuando después de las jornadas de julio de 1917, tuvo que pasar a la clandestinidad aprovechó el tiempo para convertirlas en el libro mencionado.
De manera concentrada las tesis que defiende son:
No hay que confundir Estado y gobierno. El gobierno, incluso el más democrático y progresista, es quien gestiona las políticas del momento, mientras que el Estado es el instrumento para la opresión de una clase por otra. Diríamos que el gobierno puede cambiar, pero el Estado permanece. Los instrumentos sobre los que se apoya esa dominación son el ejército y las fuerzas policiales, el poder judicial y el poder económico de los grandes capitalistas. “El Estado -escribe Lenin- es producto y manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase. […] Y viceversa: la existencia del Estado demuestra que las contradicciones de clase son irreconciliables”.
Tergiversan la realidad quienes presentan al Estado como un órgano de conciliación entre las clases, la excusa para proteger los intereses de las clases poseedoras. Si el Estado es una expresión de las contradicciones de clase y está cada vez más divorciado de la sociedad, la liberación de las clases trabajadoras es imposible sin una revolución que transforme las condiciones sociales y democráticas de la mayoría.
Para lograr un cambio radical hay que destruir ese aparato de dominación que es el Estado. La maquinaria que ha permitido a la clase capitalista sostener su poder no puede ser utilizado para construir una nueva sociedad. “Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina, en vez de destrozarla” -escribió Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte- y Lenin añade: “Esta conclusión es lo principal, lo fundamental, en la teoría marxista acerca del Estado”. Prácticamente todas las experiencias revolucionarias se han planteado de manera práctica ese problema, levantar nuevos organismos democráticos que representen a la nueva sociedad, en la revolución rusa fueron los soviets o los comités en la España de 1936. Por el contrario, cuando un proceso revolucionario intenta evitar el problema de la destrucción del Estado burgués el ejército se ocupó de recordar que existe como el baluarte defensivo del Estado. Toda nueva civilización, todo nuevo sistema social se ha construido sobre las ruinas del anterior.
Si el Estado es un instrumento represivo de una clase contra otra, para lograr una democracia real, unas libertades plenas, para acabar con todo tipo de opresión es necesaria la desaparición de cualquier tipo de Estado. El marxismo es todo lo contrario de lo que hizo el estalinismo, reforzando el Estado para sostener una burocracia por encima de la clase trabajadora e impedir el ejercicio de las libertades. No será posible la abolición del Estado de la noche a la mañana, será necesaria una etapa de transición en la que una vez reunidas todas las condiciones sociales y materiales hacia una sociedad sin clases, “¡De cada cual, según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!”, entonces el Estado empezará a extinguirse, a no ser necesario porque no habrá que explotar ni reprimir a otras clases sociales y la sociedad por fin podrá ser libre.
Puede parecer una utopía en esta época de retroceso en derechos y condiciones de vida, de rearme militar, de crisis climática y social, pero estas diversas crisis tienen un denominador común: la existencia del sistema capitalista que necesita del Estado como una herramienta fundamental para su continuidad. Por eso mismo es una cuestión central en la lucha política para la emancipación de las clases trabajadoras. Para organizar una alternativa al actual sistema hay que definir bien el objetivo y tener las ideas generales de la nueva sociedad a la que aspiramos. Nos sirven de guía las declaraciones del anarquista Buenaventura Durruti en la revolución española del 36: “Siempre hemos vivido en la miseria, y nos acomodaremos a ella por un tiempo. Pero no olvide que los obreros, son los únicos productores de riqueza. Somos nosotros los obreros, los que hacemos marchar las maquinas en las industrias, los que extraemos el carbón y los minerales de las minas, los que construimos las ciudades…. ¿por qué no vamos, pues, a construir y en mejores condiciones para reemplazar lo destruido? Las ruinas no nos dan miedo. Sabemos que no vamos a heredar más que ruinas, porque la burguesía trata de arruinar al mundo en la última fase de su historia. Pero te repito que no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”.
¿Democratizar el Estado?
La diferencia entre revolucionarios y los que no lo son, o lo son solo de palabra, encuentra su piedra de toque en la actitud ante el Estado. Para los primeros la revolución tiene que destruir el aparato del Estado de la burguesía, los segundos siempre encuentran una razón para defender o seguir apoyándose en el Estado burgués. Así ha sido en todas las polémicas entre revolucionarios y reformistas.
Hace ya tiempo que el que fuera secretario general del PCE, Santiago Carrillo, pasó a estar en el rincón oscuro del almacén de ideas, pero en su tiempo las ideas eurocomunistas que defendía tuvieron preponderancia y dejaron mucho poso. Carrillo escribió un libro titulado Eurocomunismo y Estado dedicado a sostener las ideas reformistas sobre el Estado burgués y en su caso particular a sostener a la monarquía. Dice en su libro: “Mientras no elaboremos una concepción sólida sobre las posibilidades de democratizar el aparato del Estado capitalista, transformándolo así en una herramienta válida para construir una sociedad socialista, sin necesidad de destruirle radicalmente, por la fuerza, o bien se nos acusará de tacticismo, o bien se nos identificará con la socialdemocracia”. Pues ambas cosas a la vez. En ese párrafo están concentradas las ideas modernas sobre el Estado capitalista: generar la ilusión de que podría existir una transformación social manteniendo una de las herramientas básicas de la opresión y explotación. Cada vez que la movilización popular ha puesto en cuestión la dominación capitalista las fuerzas represivas se han ocupado de mostrar su verdadera función. El ejemplo del Chile de Allende es muy significativo, como lo es, y se trataba de una cuestión democrática y territorial, la reacción de la monarquía española a la rebelión catalana en 2017.
La historia de España es muy significativa en este debate. La base del actual Estado español se fraguó en una lucha sin cuartel contra las clases populares. Podemos remontarnos a la Primera Restauración (1874-1923), una alianza, coronada por la monarquía, entre el poder financiero y los grandes terratenientes, iglesia y ejército, especialmente los que mantuvieron las últimas colonias de Cuba y Filipinas y luego continuaron la política colonial en el norte de África. La república de 1931 y sobre todo la revolución de 1936 intentaron modificar la base de ese Estado que el golpe franquista impidió mediante las armas. Durante 40 años de dictadura fueron perfeccionando esa maquinaria contra las libertades y las clases trabajadoras que el pacto de la transición no llegó a desmontar. Por eso perviven aún muchos elementos no democráticos: la monarquía, los militares como garantes de la unidad del Reino o la Audiencia Nacional y, sobre todo, los que deciden por la puerta de atrás, la alianza entre los poderes financieros (lo que vulgarmente se conoce como el IBEX 35) también coronada en esta Segunda Restauración por los Borbones. El aparato del Estado, particularmente retrógrado y antidemocrático, siempre dispuesto contra el pueblo para defender los intereses de los capitalistas.
Es conveniente no confundir los términos. Bienvenida sea la democratización del Estado si eso significa acabar con la monarquía en nombre de una república, de una verdadera autonomía municipal, de servicios públicos, del derecho de autodeterminación, de jueces y jefes de policía elegidos democráticamente, todo esto sería un enorme paso adelante. Pero ese Estado mucho, muchísimo más democrático que el actual, seguiría siendo el representante de las clases poseedoras, tendrían más limitado su poder, estarían más controlados por el pueblo y este estaría en mejores condiciones democráticas y sociales para organizarse y seguir adelante en la transformación social. Pero todo eso sería insuficiente mientras el poder económico siguiera en manos de unos pocos que temerosos de perder sus privilegios animarían a los instrumentos del Estado, ejército, policía, jueces, iglesia, a conspirar contra el pueblo. No es una ficción, lo han hecho en numerosas ocasiones y lo volverán a intentar si lo consideran necesario. Por eso es tan decisivo tener las ideas claras frente al Estado capitalista.
Se trata del poder
Para Lenin el problema del Estado debía ser estudiado con enorme atención. En una conferencia en 1919 decía: “lo repito de nuevo, este problema es tan complicado y ha sido tan embrollado por los hombres de ciencia y los escritores burgueses, que todo aquel que quiera meditar en él seriamente y estudiarlo por su cuenta debe abordarlo varias veces, volviendo una y otra vez a él, y enfocarlo desde distintos ángulos, a fin de conseguir su comprensión clara y firme”.
Lo esencial es que para una transformación radical de la sociedad hay que acabar con el poder de los capitalistas concentrado en el Estado. Evitarlo es esquivar el problema, ya sea porque se tiene la ilusión de que es posible la coexistencia entre reformas profundas y mantener el Estado capitalista o porque, dadas las enormes dificultades para combatir el capitalismo, se imagina una existencia paralela o alternativa sin enfrentarse al poder. Pueden buscarse todo tipo de vericuetos o atajos, pero un cambio fundamental, revolucionario, tendrá que enfrentar el problema del poder.
A veces se dice alegremente que “no hay Palacios de Invierno que tomar” y aunque las revoluciones tienen ciertos paralelismos cada una tiene sus características y particularidades, pero todas ellas han tenido que afrontar el hecho de acabar con el poder existente y crear nuevas formas de organizar la nueva sociedad. Eso es inevitable, aunque haya que sustituir el Palacio de Invierno por algún otro edificio o institución que simbólicamente represente a la sociedad que empieza a desaparecer.
El desarrollo de la sociedad, la cultura media de la población, medios como la informática e incluso la inteligencia artificial permitiría simplificar enormemente las tareas de la administración del Estado, reducir enormemente el peso de la burocracia y el parasitismo, pero eso exige la sustitución del actual Estado de los capitalistas, y de los comisionistas y negocios privados a su sombra, por un Estado democrático revolucionario basado en la lucha por la igualdad y la participación de la mayoría de la sociedad.
Más vale poco y bueno
Quien achaca la degeneración estalinista, la represión, la desigualdad y la falta de libertades del Estado soviético a la política de Lenin o no lo ha leído o sencillamente quiere denigrarlo para ocultar el filo revolucionario de sus propuestas. En El Estado y la revolución se encuentra la idea general de su concepción del Estado obrero que inicia el camino hacia el socialismo. Al cabo de unos años, y cuando la muerte se le acercaba, probablemente no había nadie más consciente sobre las dificultades que afrontaba el joven Estado. En su libro Los dilemas de Lenin Tariq Alí explica en profundidad la preocupación y angustia sobre el futuro.
En sus últimos meses hay dos ideas sobre las que alerta: el engreimiento del partido y la falta de cultura. Diez meses antes de morir, en su 50 aniversario, le organizaron una recepción conmemorativa, él tan contrario a todo tipo de culto personal, y aprovechó la ocasión para dar un rapapolvo a los dirigentes presentes: “Estas palabras me llevan a pensar que es posible que nuestro partido se halle en una postura muy peligrosa en estos momentos, la postura de un hombre engreído. Es una situación muy estúpida, vergonzosa y ridícula. Sabemos que el fracaso y el declive de los partidos políticos a menudo han venido precedidos por una situación en que es posible cierto engreimiento”.
En el que fue su último artículo escribe: “hubo que posponer las tareas que constituyen la sustancia de la revolución socialista para poder afrontar la tarea de organizar la lucha contra las manifestaciones corrientes, cotidianas, de los instintos, la división y la desunión pequeñoburgueses, es decir, contra todo aquello que pudiera arrastrarnos de vuelta al capitalismo. […] Nuestro aparato estatal se encuentra en un estado tan lamentable, por no decir detestable, que primero debemos reflexionar profundamente en la manera de luchar contra sus deficiencias, recordando que las raíces de éstas se hallan en el pasado. […] Para renovar nuestro aparato estatal tenemos que fijarnos a toda costa como tarea: primero, estudiar, segundo, estudiar, tercero, estudiar y después comprobar que la ciencia no quede reducida a letra muerta o a una frase de moda”. (Más vale poco y bueno)
Es por ahí por donde hay que indagar para comprender las causas de la degeneración estalinista que tanto daño ha hecho al movimiento obrero y a la causa de la emancipación social. Solo habría que añadir el no previsto aislamiento de la revolución. Trotsky lo explicó así: “Partiendo únicamente de la teoría marxista de la dictadura del proletariado, Lenin no pudo, ni en su obra capital sobre el problema (El Estado y la revolución), ni en el programa del partido, obtener sobre el carácter del Estado todas las deducciones impuestas por la condición atrasada y el aislamiento del país. Al explicar la supervivencia de la burocracia por la inexperiencia administrativa de las masas y las dificultades nacidas de la guerra, el programa del partido prescribe medidas puramente políticas para vencer las ‘deformaciones burocráticas’ (elegibilidad y revocabilidad en cualquier momento de todos los mandatarios, supresión de los privilegios materiales, control activo de las masas). Se pensaba que con estos medios el funcionario cesaría de ser un jefe para transformarse en un simple agente técnico, por otra parte, provisional, mientras que el Estado poco a poco abandonaría la escena sin ruido. Esta subestimación manifiesta de las dificultades se explica porque el programa se fundaba enteramente y sin reservas en una perspectiva internacional”.
Y, sin embargo, la idea de fraternidad, de superación de la opresión y la desigualdad, de la libertad real y efectiva no dejará de estar viva a pesar de todas las dificultades. Si en el siglo XVII el controvertido Quevedo soñaba así el futuro, con más razón podemos hacerlo nosotros: “La pretensión que todos tenemos es la libertad de todos, procurando que nuestra sujeción sea a lo justo, y no a lo violento; que nos mande la razón, no el albedrío; que seamos de quien nos hereda, no de quien nos arrebata; que seamos cuidado de los Príncipes, no mercancía, y en las Repúblicas compañeros, no esclavos; miembros y no trastos; cuerpo y no sombra”. (Sueños. Francisco de Quevedo)