Por Melchor López
Catiu es chilango y universitario de una institución pública. Salió de México y se fue a la aventura a Estado Unidos. Después no soportó y se retachó, semi-derrotado, pero con el aliento suficiente para seguir adelante. Indirectamente recuerda lo que leyó una ocasión: la vida al final es un relato. Y aquí está.
Una ocasión, antes de irse, un maestro le dijo que al mirar tenía el semblante de un asesino. “Me miras con odio”, le dijo el docente dentro del salón de clase. Su apellido de Catiu es Zavala y fue enganchado por un grupo de maleantes. Y como cascabel suena su mente cada que recuerda dicho trauma. De morro era atrevido y se emocionaba al mirar el color verde del dólar; él sabía que con ese dinero podría comprar autos lujosos y enormes camionetas.
También estuvo en Guanajuato y observó arremolinarse a los que vienen desde centroamérica en el tren llamado La bestia. Hoy tiene 45 años. Y fue migrante. Entonces con esas imágenes, tan frescas que le caen como chorro, le hacen sentir miedo porque estuvo cerca de la muerte. Estuvo a punto de ser un desaparecido por los polleros, esos que cobran una lana enorme por llevarte en el cruce de México a EU.
Estuvo dos semanas preso, detenido, secuestrado. Sin tragar decentemente, sin bañarse ni asearse en lo mínimo. ¿Qué pensaba él en ese encierro? ¿Recordaba las trokas? ¿Solo el deseo de tener sus camionetas o algo más, fue lo que le aventó a EU? El motivo fuerte fue el deseo económico de solvencia para adquirir cosas.
Hoy en México es mesero. Y sigue entre pupitres escolares para apañar lo que le expliquen sus profes. “Luego no comprendo la chingada teoría”, dice. A veces se pregunta si eso le hubiera servido cuando lo apañaron y encerraron.
Cholos
Esta palabra no se va de sus pensamientos. Cholos. Allí los tiene pegados como chicles en su mente. ¿Cholos? ¡Cholos! A ellos los asocia con Las Maras, con la mafia. ¿Qué pasa con los cholos? Él no los conocía, le eran lejanos en sus códigos de transe a EU. Nunca pensó en ellos y cuando los vio de cerca, los olió y les miró. Quedó estupefacto. Y el miedo recorrió su ser: lo sintió. Le abrazó el miedo.
Solo tenía en mente la palabra Nueva York, porque era el lugar donde quería llegar para trabajar, cuando se topó con los cholos. Su mente se zangoloteó. Entonces se apanicó. Comprobó que la amistad en esos momentos no sirve de nada. Ni las creencias religiosas. Aunque quiso implorar plegarias y las recordó, pero a los cholos ya los tenía tan cerca que los podía oler. Mientras olfateaba le soltaron unos madrazos; pero no tanto como a su compa que casi lo trituran. Y por vez primera entendió lo que es la desolación. Hoy ha dicho que ni de loco regresa.
Momentáneamente, con la tranquiza de los cholos, le quitaron el recuerdo de la ciudad de México, el del chilango machín que se la rifa, pero nunca le arrebataron la identidad, esa que uno escarba poco a poco en el barrio, en la calle en la cascarita de fut, esa que acompaña al juego con la banda de morros que apuesta por ti y no te deja solo.
Le damos la palabra a él para que nos narre la escena que nos ocupa:
“Del lado de San Diego me encontré con una casa donde llevan a los sicarios de los cárteles de México. Llegué a ese lugar y, pues, les pedí ayuda sin saber a dónde nos llevarían. El trayecto lo hice con mi amigo Juan, quien iba golpeado por los cholos que lo asaltaron. Cuando llegamos a esa casa, nos dejaron dormir en un cuarto húmedo y frío”.
Fue tanto el frio que tembló y este temblor saltó al terror cuando se percató que estaba secuestrado. Y en el momento buscó escapar con la fuerza que escupe el miedo y la sospecha de terror. Lo único en lo que pensó fue en pelarse. Se levantó junto con su camarada, pero al querer cruzar la puerta la palabra que sonó con poder fue: “Secuestrados. Ustedes están secuestrados”.
Aunque quien les iba a mantener en cautiverio no repitió la palabra, a él le sonó como un eco, en la soledad. La palabra siguió sonando varias veces. Fue cuando el miedo cruzó el puente y llegó al terror. “Quieren dinero por nosotros”, pensó. “Y de dónde madres voy a sacar lana”, maquinó su mente. A su rostro le trepaba el miedo y mutaba a terror. Estaba con la expresión lejana, desencajada: atribulado, introvertido; con la mirada perdida.
El único lazo de conocidos estaba en Los Ángeles, California. Era por lo único que podían apostar. Pero no recordó el número telefónico para comunicarse con ellos. Y entonces el lazo se rompió. Se desató el llanto. Catiu lloró y el sufrimiento no lo pudo controlar. Y, así, todo se estaba revolcando en sus entrañas.
Transitó su cautiverio: con puro sudor exprimido por tanto sufrir. Hasta que se fugaron ante la inhóspita vigilancia porque los compas que le encerraron se fueron de pedos a una fiesta y dejaron todo descubierto. A partir de allí logró acomodar poco a poco tanta revoltura de amargura.
Alas de pollo
Él recuerda lo que hizo después: tragar alas de pollo. “En Estados Unidos comía una vez al día, por lo regular alas de pollo con arroz en los restaurantes chinos, pues era lo más barato. Estaba en el barrio de Far Rockaway, Queens, alejado de Dios y de México. Recuerdo que en las tardes iba a llorar a la playa, a contemplar el horizonte, a imaginarme hacia qué dirección estaba mi México querido. Fue muy fuerte para mí”.
La identidad, tejida con alma, sentimientos y figuras mentales, le apuesta a los códigos que marca la costumbre y el arraigo social y de comunidad, del barrio. Dentro del enjambre del secuestro no hay nada de eso. El secuestro, dice, es hermano del sufrimiento y la incertidumbre. Tal vez allí sí tenía la cara de asesino con deseo de treparse con sus captores y aniquilarlos para expulsar el sufrimiento y recuperar la tranquilidad del alma.
Hoy, entre salones de clase, tareas y libros, transita tranquilo. Estudia en la universidad. Tal vez para saber qué pasó con su espíritu social, aquél que fue perforado por la soledad y la nada al mirar hacia adelante cuando se fugó de la casa donde lo tenían secuestrado.
¿Fue el fin?
Sí, porque optó por quedarse en México y sacar lana para su pareja y su morro que tiene inscrito en una escuela pública.