Por Melchor López
—Profesor, no me he podido mantener despierta debido al medicamento que tengo que tomar, pero espero pronto cumplir con la tarea.
Las palabras son de Monserrat. Es una estudiante de bachillerato, en una escuela pública. Disciplinada, con los recursos elementales para cumplir con sus clases a distancia y con el objetivo de estudiar en una universidad de gobierno, para lo que tiene que acreditar el examen de nuevo ingreso. Durante las clases en línea se ausentó. Ya no se veía su rostro en la pantalla de la computadora.
—¿Qué te pasó?
—Fui al psiquiatra, he tenido varios problemas. Me recetaron antidepresivos y ansiolíticos, y todos me causan mucho sueño. Y no puedo dejar de tomarlos; interrumpen mis actividades, pero es eso y dormir o tener constantes pensamientos suicidas, pero le prometo que me pondré al corriente.
—¿Y desde cuándo es eso del psiquiatra?
—Desde hace casi 3 años, sólo que había dejado de ir. Hasta ahora lo retomé porque me sentía cada vez peor. Y más con el estrés de la cuarentena y las tareas. Quiero estudiar para pasar ese examen. Además, tengo trastornos alimenticios y estando en mi casa me obligan a comer y a cada rato me la paso peleando con mis papás.
—¿Y es necesario que hagas el examen?
—Pues en realidad no, pero quiero demostrarme que puedo pasarlo.
Monserrat se presiona con el deseo de entrar a la Universidad, pero, agrega, “no puedo ni siquiera concentrarme para estudiar”.
Entre los miles de casos estudiantiles que se desconocen, este es solo uno de ellos, que ha provocado la pandemia. Otro testimonio es el de Aketzali. Ella relata cuando en sus clases virtuales se metió gente desconocida con la imagen de un personaje de los Simpson para hablar en ruso: “Trump-Trump, apoya a Donald Trump”. Después pusieron pornografía: “Eso da miedo porque te desconciertas por no saber qué sucede”.
También Aketzali narra que es significativo “mirar las ausencias de compañeras en las sesiones de Zoom porque contrajeron el virus. O de los estudiantes que viven en un ranchito y en su casa no hay internet. Y literalmente tiene que bajar en burro al centro del pueblito para poder ir a un café internet y tomar sus clases. Mientras, hay quien sólo tiene que abrir la computadora y tomar la clase”.
Entre la cascada de situaciones cotidianas, está la que narra Citlali y su montaña de estrés cuando supo que se podría cancelar el semestre por no tener respuesta de muchos profesores. “Recuerdo tardes enteras y tratando de mandar mensajes y correos a mis profesores sin obtener contestación. Pero también me pongo en sus zapatos: ellos no sabían qué hacer. Y con la contingencia la incertidumbre es mayor”.
De su entorno familiar, dice que la única computadora “es usada por mi mamá y mis dos hermanos; y no tiene acceso a videocámara ni micrófono. Tuvimos que adaptarnos y hacer el esfuerzo para comprar otra de segunda mano y que hubiera otro dispositivo para que tres personas terminaran su año escolar y sirviera como herramienta de trabajo”.
Estresante, es la palabra más mencionada entre los estudiantes porque, analiza Citlali, “estar en casa se volvió apabullante y pesado en la convivencia familiar por el poco espacio para compartir todos los días entre varias personas. Es un caos interior”.
Ante la adaptación a la llamada nueva realidad, las quejas saltan día a día. Lucero comenta el paquete de tareas: “Pasaron dos meses y había tareas pendientes por calificar, pero la maestra nunca las calificó ni revisó. Solamente nos fue guiando y ya le enviamos el borrador final y contestó de recibido, pero sin comentarios de los trabajos”.
Entre los casos alentadores, pero también poco conocidos, es el que vivió Marisol. En su curso, el profesor da la clase con intervalos musicales y pone a Rubén Blades que dice: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay Dios”.
—¿Qué es lo que se necesita para que un docente dé una clase virtual y resulte atractiva?—le preguntamos a Marisol.
—Se requiere que el profesor dedique tiempo a su grupo. Y le ponga atención; que lo tome muy en serio.
—Por favor, narra un detalle de un profe que no se lo haya tomado en serio.
—Un maestro dejó al grupo botado. Se limitó a enviar trabajos con sus respectivas lecturas en PDF. No dijo para cuándo lo requería. Pasaron y pasaron las semanas. Hubo mucha incomunicación, frustración y poco aprendizaje.
Diana Martínez es maestra en primaria, en el municipio de Tecámac, Estado de México. Da clases a niños y entre ellos hay varios que viven violencia o que están enfrentados a una realidad muy dura. “Muchos son familias monoparentales. Y en ocasiones no cuentan con ningún recurso económico, ni emocional, ni social. En esta época de pandemia fue difícil trabajar porque las autoridades nos sugerían TV Educativa, plataformas de Zoom o Classroom, sin embargo tengo 40 niños en la tarde. De ellos, 30 tienen televisión.
“Lo que hacía era grabar videos en WhatsApp indicando algún procedimiento matemático. Pero hubo un caso de un alumno que no tenía teléfono, ni TV. Sin canal de comunicación es una gran desventaja. Con varios de ellos no había ninguna respuesta, ni retroalimentación”.
Para la maestra Martínez una clase es atractiva si hay “los recursos suficientes, porque como docentes buscas nuevos materiales que puedan ser interesantes para los alumnos, pero es una barrera si en ellos no hay los recursos”.
Concluye: “Aunque después de dar clase, te percatas que varios chicos entendieron el procedimiento. Y es grato leer los buenos deseos que expresan los alumnos y alumnas: ‘Sabe qué, maestra, la queremos, la extrañamos. Cuídese mucho, esperamos verla pronto porque tenemos miedo de no volverla ver’”.